Sosito
Lo del Concierto de Año Nuevo sigue siendo de obligado cumplimiento para el aficionado feliz y para el que lo es menos, para el que disfruta con ello y para el que lo aborrece. Tiene todos los ingredientes del mundo en crisis, la opulencia y su ostentación, la desigualdad –cinco mujeres he contado este año en la Filarmónica de Viena- y el recurrente recuerdo del ominoso pasado de la orquesta en los años del nazismo. Su capacidad de atracción es tan evidente –cada año son más las televisiones que lo ofrecen en directo- que la crítica al desbordamiento de su función se verá siempre paliada por lo que hace disfrutar al alma que, como diría Campoamor quiere ser feliz y, por tanto, no analiza. Es una opción nada desdeñable.
Si cupiera separar lo musical de su contexto, cabría decir que quizá este año hemos visto el concierto más triste desde que nos levantamos con esa obligación inauguradora de, por ejemplo, una vida más sana. Triste en cuanto plano, en cuanto falto de relieve, en el que las novedades en el repertorio no han llegado de una mano reivindicadora suficientemente convencida, de modo que los resucitados de un día están ya otra vez en su tumba. Welser Möst es un buen maestro, técnicamente muy sólido, que sin motivos mayores atesora la titularidad de la Orquesta de Cleveland y la de la Opera de Viena –es decir, de la Filarmónica, aunque formalmente no sea así pues no existe tal puesto. En este concierto saber decir, manejar el gesto cómplice siempre ha sido importante, más allá de las generalmente bobas bromas intercaladas en algunas de estas obras que reclaman espíritu universal, en un modelo de colonización cultural momentánea divinamente articulado. Y en eso el maestro se ha quedado también corto. Da igual, porque el disco y el dvd se venderán estupendamente y el año próximo Barenboim –que lo hizo muy bien en 2008- volverá para poner algunas cosas en su sitio. Hoy los nostálgicos siguen teniendo razón cuando hablan de cómo lo hacían Boskowski, Maazel, Kleiber o Harnoncourt. Hasta Ozawa y Mehta superaron a Welser-Möst en menester que, aparentemente, les quedaba tan lejos, hasta en la geografía. Ah, y también comprobamos felizmente cómo hasta los críticos más remotos saben mejor que nadie qué es eso del espíritu vienés, no menor, al parecer, que el del Romanticismo o el de las Luces. O el rubato bien administrado del que el anciano Prêtre podría darle lecciones al maestro de Linz.
Cuando se ven prestaciones tan sositas como la de Welser-Mösst uno no puede por menos que recordar a unos cuantos maestros que dominan esta música y hasta la han investigado a fondo, carne de grabaciones en Naxos pero que cuando se anuncian en la Musikverein con orquestas menos buenas que la Filarmónica de Viena cuelgan el cartel de no hay billetes desde el día en que se abren las taquillas. Antes fueron Istvan Bogar o Peter Guth –bien conocidos en España-y hoy lo son Christian Pollack y Alfred Eschwé. No es, como quiso aquel, que en tiempos de crisis cambiemos el solomillo por conejo, sino que bajo las apariencias hay realidades muy disfrutables, información complementaria si ustedes quieren.
El año que viene, si el Gobierno lo permite, volveremos, quizá más pobres pero no menos ingenuos, a las andadas. Ya verán.
Aquí tienen a Maazel en el concierto del año 2005.