Sinopoli: diez años
Este año hace diez de la muerte de Giuseppe Sinopoli,un director de orquesta peculiar, un músico nada convencional, con una excelente formación –médico y casi arqueólogo. Entra en un mundo difícil y su contrato con su primera gran orquesta, la Philharmonia, en la que estuvo entre 1984 y 1995 -en 1983 le hicieron titular de la Accademia di Santa Cecilia- le causa problemas con la propia orquesta –división de opiniones- y con los críticos de Londres que, una vez más, se desconciertan ante lo que desconocen o parece cambiarles sus esquemas previos. Salían de la seguridad de un todavía joven Muti para entrar en otro italiano muy distinto. Es igual, tampoco les gustará Von Dohnányi cuando suceda a Sinopoli. Este se encontrará casi de golpe y porrazo con la vida de una orquesta complicada, con la necesidad de ser flexible aunque no apetezca y, a la vez, como atractivo cartel para una discográfica como Deutsche Grammophon, a la búsqueda de nombres nuevos muerta la gallina de los huevos de oro, Karajan quiero decir. Así que un maestro nada estrella es elevado a un rango que deberá asumir con la mayor naturalidad si quiere sobrevivir. Así son las cosas.
Intelectual y directo al mismo tiempo, consciente de que no debía dirigir la música que no acababa de entender, y de claramente así lo manifestaba. Prefería Schoenberg, Berg, Webern a Stravinski, Bartók, Prokófiev. ¿Por qué? Porque a unos los comprendía y a otros no, porque unos le interesaban y otros no. Quizá la formación en Darmstadt, que le influyó relativamente como compositor y que, al parecer, también se convirtió en algún reproche por parte de Boulez después del estreno de Lou Salomé. Es curioso porque era también un experto del color orquestal, de la intensidad tímbrica, como se revela en el repertorio italiano que amaba sin dejar de amar el alemán y viceversa. Era capaz de reivindicar el verismo con inteligencia y, al mismo tiempo, de ser un compositor por así decir moderno. Y ese color se revela en piezas como Pinos de Roma o Fuentes de Roma de Respighi, el Poema divino de Scriabin, Peleas et Mélisande de Schoenberg, pero también en otras en las que ese color se aúna a un ritmo y a una dinámica al servicio de un desarrollo dramático. Es decir, en la ópera. Ahí está su Wagner, mal entendido en su día. O su Richard Strauss. Sus excelentes Ariadne auf Naxos, Elektra, Salomé… Antes de morir andaba estudiando a fondo El caballero de la rosa, que iba a hacer en Torino.
Naturalmente, esa especial intensidad suya para coser adecuadamente música y drama, para hacer una sola cosa parole e música, se ve con claridad en sus acercamientos a Verdi y a Puccini. Yo debo decir que su Macbeth me resultó revelador, en buena medida también porque Renato Bruson –su Rigoletto o su Carlos de Vargas en La forza del destino– parecía entender muy bien lo que Sinopoli quería. Ese Macbeth es en sus manos un grandísimo Verdi, maduro, capaz de mostrar el alma de sus personajes sin trucos, capaz de elevar el melodrama a la misma categoría de imago mundi que alcanzara ya su precedente skakespeariano. Y Puccini, naturalmente, su Manon o su Madama Butterfly –que según se dice enamoró a Mirella Freni e irritó a Teresa Berganza-capaces de extraer todo su lirismo con plena exactitud. Nadie que escuchara ese Puccini puede dudar de su grandeza y de su absoluta falta de sentimentalismo. Lástima que no pudiera grabar Turandot como, imagino, era su deseo. La dio, por cierto, en versión de concierto el mismo año de su muerte con la Orquesta Nacional Danesa.
Mahler es caso aparte para él. Compositor y directorde orquesta como él mismo. Y quizá aquello en lo que quiere entrar con mayor cuidado y a la vez dispuesto a entenderlo todo aunque eso lleve a mirar en perspectivas poco habituales, a indagar en lo desconocido con herramientas poco comunes. La crítica le puso pegas importantes en su momento. Yo creo que hay dos Mahler en Sinopoli: el que graba con Phlharmonia y el que va desgranando en Dresde con la Staatskapelle. No sé, quizá los días de Dresde fueron más tranquilos y Sinopoli pudo trabajar con la seguridad de una orquesta digamos, más confiada que en Londres, más segura de su maestro y de sus relaciones con él. En mi opinión ahí está su mejor Mahler, sobre todo una conmovedora Novena, lentísima, quizá la más lenta de toda la discografía de la obra, sin que jamás se ponga en peligro ni el hilo conductor ni la línea expresiva, meditativa, sí, pero también como un diálogo entre el director y el propio Mahler. El álbum doble se completaba con una sensacional Muerte y transfiguraciónde Strauss algo más rápida que la de su grabación con la Filarmónica de Nueva York. Al lado de esa Novena, también en la edición de grabaciones de la Staatskapelle llevada a cabo por la firma alemana Günter Hänssler, una Cuartaequilibradísima, en ese punto en el que hondura y juego parecen encontrarse. La pareja Dresden-Sinopoli funcionó al fin mejor que la que formara el maestro con la Philharmonia.
Sinopoli murió, mientras dirigía Aida en la Staatsoper, en Berlín, a los cincuenta y cinco años, es decir, que hoy tendría sólo sesenta y cinco y estaría en activo, no sabemos dónde ni cómo pero, con toda seguridad, seguiría indagando por ese camino empezado cuando decidió dedicarse a la música. Yo diría que hoy no nos vendría nada mal un maestro como él, alguien, en realidad, bastante menos radical de lo que, no se sabe por qué se trató de decir en tiempos –ya se sabe que entre nosotros fetichismo y mezquindad van de la mano y, por eso, siempre cualquier tiempo pasado nos parece mejor. Hay una frase suya que define muy bien su idea de la dirección como posibilidad, no como dogma: “El mundo de la música es el mundo de los afectos expresados a través de materiales semánticos complejos cuya descodificación puede incluso no ser necesaria para entender el mensaje que transmite”. ¿La diferencia entre el simple maestro y el maître a penser?