Semper Dresden
El Dresde antiguo es como un parque temático de sí mismo que mientras se renueva recuerda los horrores de la guerra y las negruras de la postguerra en lo que desapareció para siempre y en lo que lo sustituye. Es una ciudad hermosa pero de las dos Dresde me quedo, a pesar de todo, con la Neustadt, con el otro lado del río y, de ello, con esa Konigstrasse en la que, si no hubiera coches aparcados a diestra y siniestra podrían verse las sombras vivas de Goethe o de Schiller doblando la esquina del hotel Bülow, caminando rápido hacia cualquier cosa que dieran en el Palacio Japonés.
La joya de la corona musical de la ciudad del Elba es la Semperoper, que en un juego de palabras latino convertiría el apellido de su arquitecto en un símbolo de eternidad. Más abrochada que la de Frankfurt, también del mismo autor, la de Dresde mira a la plaza en la que se encuentra como el remate lógico a una suerte de apoteosis del poder y del arte. Por dentro es recogida, bellísima pero imposible en lo visual si no ha habido suerte y no hemos podido comprar buenas localidades. Hace 25 años que se reinauguró con el estreno de Die Weise von Liebe und Tod des Cornets Christoph Rilke de Siegfried Matthus, una ópera que no pasó a la historia contemporánea, como sí lo hizo la versión de Frank Martin del poema de Rilke o la del pobre Viktor Ullmann, asesinado en Auschwitz. Las autoridades de la entonces llamada República Democrática Alemania restauraron una joya. Las del otro lado, en Frankfurt, prefirieron crear una ópera de nuevo cuño, con buena visibilidad y sin concesión a la bobería social y convertir la destruida Alte Oper en una gigantesca sala de conciertos. Es decir, lo que había que haber hecho en Madrid: construir un nuevo teatro de ópera. Es igual, aquí no tiene remedio.
En Dresde el horror es la Philharmonie, una enorme sala construida en la era de la RDA, más adecuada como palacio de congresos que otra cosa, de mala acústica y en la que reside la orquesta de la que es titular actualmente, y desde hace seis años, Rafael Frühbeck de Burgos. El edificio luce en una de sus fachadas un mural en el que el pueblo trabajador, obreros y campesinos caminan con el ejército hacia el futuro paraíso en la tierra. Y en su entrada una foto del director español. A los naturales del lugar les gusta mucho esa sala. Y es que los pueblos, queramos o no, acaban por acomodarse a su historia más o menos desgraciada, la aman en el fondo y hasta, cuando vienen mal dadas –nunca tan mal como vinieron antes- la echan de menos.
En estos días Dresde ha celebrado su magnífico festival, que dirige el formidable violonchelista Jan Vogler. Este año con dedicatoria muy especial a la música rusa pero con muchas más cosas. Y con alguna sorpresa extraordinaria, como es encontrar una sala de acústica extraordinaria, quizá la mejor que uno conoce para la música de cámara, como es la del Palais im Grossen Garten. El Festival de Dresde crece a ojos vistas, se desarrolla en un marco único, en esa ciudad que es al mismo tiempo dos ciudades, que refleja tristeza y orgullo al mismo tiempo. Hay que volver a Dresde, volver a la música en Dresde.