Pobre Levine
La vida del artista puede ser cruel pues de las mieles de la gloria al licor amargo del olvido, que diría Borges, si unas veces no hay más que un paso otras el camino es lento pero inexorable.
Y el caminante lo sabe. Y si no lo sabe, se lo dicen, pues siempre hay alguien que recuerda que nada es como antes o, peor aún, que es imposible que pueda serlo. Recordemos a Luis Antonio García Navarro, el director musical del Teatro Real que, gravemente enfermo, debía escuchar las muestras de desagrado de un grupo de desafectos dentro del teatro y las advertencias fuera, por parte de algún elemento de la crítica, de que, si estaba malo, bien podía pensar en irlo dejando y prever el futuro, que para eso le pagaban. Debe ser duro. Y aún más que eso para aquel que no quiere dejar de vivir, sabiendo que ese vivir es trabajar y que el suyo no es un trabajo cualquiera sino una mezcla explosiva de talento, vanidad, exaltación y miedo que, como un veneno -a su modo también mortal- no tiene remedio alguno.
Le toca el turno ahora a James Levine, un maestro que ha elevado el nivel de la orquesta del MET de Nueva York a alturas insospechadas cuando llegó hace cuarenta años, un excelente wagneriano, un magnífico traductor de determinados títulos de Verdi, artífice de muy buenas versiones de algunas sinfonías de Mahler –su Quinta con Filadelfia, por ejemplo-, brahmsiano conspicuo. Durante una época era corriente entre nosotros meterse con Levine, no se sabe muy bien por qué, y hoy a la vista de su legado todavía menos. Pero, en fin, así vamos de listos.
Leíamos en una noticia en la web de SCHERZO que ya hay quien piensa, en su propio país, que va siendo hora de que Levine asuma su condición enferma y vaya preparando su propia sucesión en el MET que, al parecer, sufre más las consecuencias del absentismo forzado de su titular que la Sinfónica de Boston, su otra sede, de la que dimitió hace unos días. Probablemente sea injusto meterle prisas al maestro y, desde luego, es cruel. También es verdad que él mismo debiera saber hasta dónde puede llegar y prever de alguna manera el futuro de esas mismas instituciones que, si ayer le adoraban y hoy le critican, mañana pueden maltratarle como si todo lo hecho hubiera dejado de tener valor. Así de voluble –y de olvidadiza- es la condición humana.