Otra vez Gastón se vuelve visible
Han reaparecido las prosas de Gastón Baquero –cómo era, véanlo en la foto de Gorka Lejarcegui-, a quien traigo aquí por la razón esencial de que fue uno de los poetas mayores de la lengua castellana en el siglo pasado y por la secundaria de que de vez en cuando en sus poemas hay música –en su Autoantología comentada incluía una para cada poema, de Bach a Villa-Lobos. Releyendo con tan feliz ocasión –lo es que reaparezca tan gran escritor- los ensayos de Darío, Cernuda y otros temas poéticos (Editora Nacional) que son el origen de esas Fabulaciones en prosa que acaba de publicar la Fundación Banco de Santander, compruebo por si hiciera falta lo inteligentísimo lector que fuera Gastón –permítanme, pues lo conocí y escribí de él cuando era un escritor todavía casi secreto, que lo cite por su nombre- y lo aguda que podía ser su vista crítica. Porque Gastón fue un crítico avispado y, sobre todo, un poeta inmenso –como Lezama- que supo nutrirse, entre otras cosas, y precisamente, de su capacidad de ser un lector crítico. Un poeta, pues, al que estimula la lectura de otros poetas a los que cree, en principio, superiores a él, como suele suceder siempre a no ser que el aspirante sea un majadero, cosa que antes o después acaba por notarse. En Darío, Cernuda y otros temas poéticos hay unos cuantos ensayos ejemplares y yo recordaría aquí el largo –suma de fragmentos- dedicado a desentrañar a otro gigante como Rubén Darío a partir de las malas lecturas de su obra y de las líneas maestras que configuraron su verdadera grandeza. Y, a su lado, la lectura, tan inteligente, que hace de T. S. Eliot. La influencia de Darío en Gastón es tan natural como pueda serlo en un momento dado en cualquiera de los que han escrito la mejor poesía española del siglo pasado, cómo no, Blas de Otero incluido. Como en Lezama los barrocos españoles, en Gastón la poesía universal –incluida la más vieja, la epopeya más antigua- está en la raíz de una creación sin paralelo alguno. Pero lo curioso de releer su ensayo sobre Eliot es comprobar definitivamente cómo el americano anglicano influye en Gastón, en alguno de sus mejores poemas.
Hay algo peculiar, también, en alguna de las piezas que se reunían en Darío, Cernuda y otros temas poéticos y es la excesiva atención a poemas escritos por escritores a los que Gastón debía algo –mucho, nada menos que el asilo-, incluso si no directamente sí a la ideología de la que participaban o participaron. Es difícil pensar que al sutil analista de Eliot le gustara en la medida de lo que ahí proclama la poesía de Leopoldo Panero, de tan adusta rítmica en castellano comparada con la suya –la del propio Gastón-, puro Caribe cultísimo y lo mismo con la compleja pero fundadora de Eliot. Es verdad que el elogio le viene también de la solidaridad en la oposición a Neruda –a su Canto general-, un poeta al que Gastón elogiara por su Residencia en la tierra y que de ningún modo –más que por agradecimiento a Panero y por rechazo a su comunismo tan funcional como provechoso- podría preterir frente al autor del Canto personal de respuesta al del chileno. Gastón agradeció a esa generación de los Panero, Rosales y compañía la ayuda que le prestaron desde su poder pero es perfectamente posible pensar que él pudiera en su fuero interno considerarlos –como de hecho son- poetas muy menores en comparación consigo mismo. Les separa una distancia kilométrica hablando de poesía aunque les acercara la ideología y, por qué no decirlo, la generosidad de los de aquí con quien llegaba a la España de Franco huyendo –tras significarse en la dictadura- de la Cuba de Fidel. Bueno, ya sabemos que esas cosas son como son y que el miedo es libre y que cada uno debiera tener en la vida lo que se merece. No es así en realidad y en la poesía tampoco, pero si en la vida fastidia, en la poesía da igual mientras al poeta lo lea un solo ser humano. He leído últimamente que hoy en la cultura no hay talentos ocultos y que cualquiera que merezca triunfar lo hace. Qué cosas. A Gastón se le daba una higa triunfar o no, y de hecho sólo tuvo en vida la consideración de aquellos pocos que lo protegieron –me acuerdo ahora de otro americano que sí triunfó aquí y allá, Eduardo Carranza, y ese verso suyo que siempre me fascinó, “oh, qué melancolía”, y que citaba el mejor de los jóvenes paneros- y de unos cuántos que lo admiramos desde que lo leímos por vez primera, empezando por Francisco Brines y siguiendo por Luis Alberto de Cuenca y Luis Antonio de Villena, Rafael Montesinos y yo mismo, que le felicité su septuagésimo cumpleaños con un artículo en El País contando que el día anterior me había rescatado de una retardada tarde amoladora. El maravilloso y delicadísimo Pedro Shimose, a quien no veo desde hace muchos años, me presentaría a Gastón días después. Y en ese primer encuentro Gastón me regalaría una fotografía de los hermanos Machado juntos que le impresionaba enormemente porque veía en ella la verdad de la vida más allá de sus circunstancias.
En fin, que me parece estupendo que se reediten las prosas de Gastón y que se vea en ellas lo que el poeta grande tiene de buen lector, lo que el genio ajeno estimula la escritura propia aunque también se vean otras cosas de menor importancia al cabo. Pero lo que cuenta de verdad es su poesía, esa revelación que refulge para aquel que “sólo veía por todas partes el cielo derramado, el sol de terciopelo: /florecidos todos los jardines, encendidas todas las estrellas”.