Nostalgia de los Proms
Esta tarde empiezan los Proms y con ellos mi estival ración de melancolía musical. Los Proms fueron durante los dieciocho veranos que la familia, quiero decir la mía, mi mujer y mis hijos, pasó en Londres una cita casi diaria salvo si ese día la excursión urbana o rural se alargaba y no daba tiempo a llegar, aunque a veces se paliaba la ausencia vespertina con el concierto nocturno, memorables sesiones con Radio Tarifa o José Mercé, el público dudando entre entregarse a fondo a aquella barbarie que les atraía como un imán o correr a la boca de un metro que iban a perder irremisiblemente. Nunca perdíamos nosotros el tren en Glyndebourne –la otra gran nostalgia veraniega- porque cuando la cosa se alargaba –una vez, a decir verdad, que se fue la luz y hubo que prolongar la merienda en el green- los ferrocarriles británicos –antes de la privatización, quiero pensar, soy un poco desastre para las fechas exactas- eran avisados por la organización de la anomalís horaria y estos, a su vez, advertían a sus interventores de que el caducado billete de ida y vuelta –pasada la medianoche- era válido para los viajeros que subíamos en Lewis rumbo a la Estación Victoria. Los Proms y Glyndebourne son dos manifestaciones bien distintas de dos modos de ser británicos que, sin embargo, no afectan a la verdad de la cuestión en sí. El público de los Proms –muchos de los asistentes sólo van a esos conciertos en todo el año- es enormemente respetuoso, muy entregado a la novedad de los compositores patrios a los que suelen entender bien porque la música de las Islas –de Birtwistle a Dillon, de Maxwell-Davis a Turnage y más acá- ha sabido ser comunicativa y cordial, emocionar mientras deslumbra a la vez en lo técnico -ahí están las opiniones que he escuchado estos días acerca de la última ópera de mi querido George Benjamin recién estrenada en Aix. El personal que acude a Glyndebourne es de posibles, gasta buenos automóviles y el champán corre sin más tasa que el sentido común por las tierras de los Christie en los intermedios de las óperas. Es también algo timorato en lo escénico y estreñido en lo emocional, de modo que responde con risa floja a lo que le inquieta intelectualmente y con otra más franca a lo que no acabando de entender le hace no pensar. Son muchos recuerdos de uno y otro festival, del imposible Royal Albert Hall y del precioso teatro de East Sussex, encuentros fugaces pero difíciles de olvidar en uno y otro. Quizá mis lectores recuerden que alguna vez les conté el más emocionante de todos, con un Anthony Rolfe Johnson ya conquistado por el Alzheimer en la estación, portando las bolsas de la merienda y con la mirada más allá. Hasta mediados de septiembre aún hay tiempo de acudir a algún prom. Por cosas de familia mi verano está lejos de la ciudad que más amo en el mundo aunque no sea la más hermosa –en realidad lo es, a la hora violeta, desde Waterloo Bridge- y en la que tengo amigos a los que quiero tanto. Es una nostalgia esta de Londres que por fortuna se me cura yendo pero que crece al día siguiente de volver a Madrid. Gracias a Radio Clásica y a que se escucha en cualquier parte, o a la BBC si no hay más remedio que ir directamente a la fuente prístina, escucharé unos cuantos proms en Madrid y en Portland, Oregón, preciosa ciudad que es mi destino veraniego y abuelil y que tiene poca música en verano. Y si cuadra quién sabe si no me llegaré por Kensington Road a despedir el año promiano en la última noche. Si no, por el mismo procedimiento citado, volveré a padecer, como siempre, la contradicción entre el nacionalismo que me horroriza, el amor a la patria que envidio y las músicas que lo representan.