Músicos y poetas
Cuenta Maury, el personaje que muestra Scott Fitzgerald en Hermosos y malditos, cómo se formó su cultura poética: “Escuchando la voz de tenor lírico de Swinburne y la de tenor dramático de Shelley, la de bajo cantante de Shakespeare con su espléndida gama de sonidos, la de bajo segundo de Tennyson, cantando en falsete de cuando en cuando y la voz de bajo profundo de Milton y de Marlowe” (cito por la traducción de José Luis López Muñoz). Leyendo estas líneas, seguramente, cualquier aficionado a la lectura poética – no sólo en forma de poemas, también en renglones prosaicos – habrá repetido su propia experiencia: imaginar cómo sonaba la voz de determinados poetas.
La desilusión suele acompañar al documento. Neruda lee sus versos con un sonsonete soñoliento, Girri comete furcios de pronunciación, Joyce parece un actor de antiguo melodrama. Es que no es la voz de tal o cual sujeto, de tal o cual cuerpo la que buscamos en la poesía sino la voz de la poesía misma. Por eso el personaje citado convoca a cantantes de distintos registros y así Swinburne canta como Beniamino Gigli, Shelley como Lauritz Melchior y Shakespeare como Samuel Ramey. En nuestra imaginación de lectores suena simpre ese instrumento de cuerdas, imaginario laúd, que es el fundamento y cañamazo del poema, que ha sido y es música antes que palabra. Tal vez el perdido canto original de la humanidad, anterior al verbo, o lo contrario, que es lo mismo, el inventado canto original de la humanidad que algún día encontraremos a través de la música de los poetas y la inefable palabra de los músicos.