Música religiosa
Escuchando la música de James MacMillan me pregunto –y aun a riesgo de ser malentendido- por qué un creador debe dar más explicaciones que las que su obra ofrece acerca de la religión que profesa. Es más, por qué tanta gente no ya que escuche su música sino que simplemente sepa de su existencia la rechazará porque se trata de un compositor que se confiesa católico –cualquier viejo estalinista parece tenerlo más fácil, al fin y al cabo son errores que se cometen, pelillos a la mar.
No hacemos el mismo análisis con Messiaen, católico en época de no menor integrismo que la presente pero también en los momentos del Vaticano II, y a quien la coartada estilística ha protegido del posible ataque acerca de por qué en él conviven estética y dogma. No vayamos más allá, pues a partir de ahí todo está claro. Messiaen es mejor, qué duda cabe, aunque la militancia de MacMillan haya sido más social y menos abstracta, no en vano actúa, por así decir, in partibus infidelium. En ambos casos parte de su obra –la organística en Messiaen la coral en MacMillan- posee una clara vocación litúrgica, es decir, pasará a engrosar poco a poco lo que la Iglesia de hoy desprecia. Seguramente el escocés ganará en las parroquias de su tierra mientras el francés lo seguirá haciendo en las salas de concierto del mundo entero, su música escuchada ya sin que a casi nadie mueva a la alabanza de Dios -fracaso, pues, en su intención primera, como, con el paso del tiempo, el de tanta escrita antes que la suya. En fin, que lo que en Messiaen pareciera fruto de su momento en MacMillan lo es en sentido contrario, sin que sea exactamente resistencia sino afirmación. Vocación rara la suya, tan serio, tan decidido, con la que está cayendo. Igual volvemos algún día sobre el asunto con eso de si una buen interpretación es la que mueve a devoción al oyente, tal y como han leído estos ojos que se ha de comer la tierra. En el ejemplo: A New Song, de MacMillan, por el Coro del Saint John’s College de Cambridge.