Música contemporánea
Estos días se ha celebrado en Valencia una nueva edición de ensems, un festival con verdadera personalidad en su temática, sus propuestas y sus discusiones. He estado en una de ellas, con amigos de los que siempre aprendo y con otros nuevos de los que he empezado a aprender: Ramón Andrés, Miguel Gálvez, Andrés Ibáñez y Jesús Rueda. Fue una conversación titulada “Fragmentos de un discurso amoroso” –manes de Roland Barthes- en un festival que responde este año al título general de Love Songs, sobre si la música puede aún emocionar o hasta hablar de amor, sobre la vieja intransigencia adorniana –de diletante conservador cuando componía le acusó alguien del público, así está el patio-, acerca de las emociones o de las formas, de la necesidad de que la música, como la novela, reconquiste la épica o sobre si “música contemporánea” es una categoría definitivamente muerta con el agravante de no haber acuñado un término sucesorio para la continuidad de ese embutido siempre dispuesto a ser cortado en rodajas que es la cultura. El día de esa mesa redonda había también un concierto que resultó ejemplar a esos efectos, con músicas contemporáneas que tratando de mover al escándalo relativo o a la sonrisa cómplice resultan ser hoy simples pasatiempos sin mayor trascendencia. ¿Pedimos demasiado? Quizá, dejémoslo, pues, en que esas músicas palidecían en sus restos de la frescura perdida –o en la sequedad de sus ideas, como Chiffre IV de Wolfgang Rihm- , si es que algún día llegaron a tenerla, al lado de la mejor música que escuchamos esa tarde, y que fue Strophas para violonchelo solo de Enrique X. Macías, el compositor gallego muerto demasiado pronto y que ofrecía en esa obra –que yo escuchaba por vez primera- toda una lección de esa música que pretendíamos más cordial que mecánica, que reflexionaba sobre el pasado –desde Bach irremediablemente- y que lo usaba también como una especie de discurso “ex abundantia cordis” en el que la emoción y la sabiduría –también de la vida- iban juntas.