Menahem
El martes pasado, Paloma O’Shea entregaba a Menahem Pressler el Premio Yehudi Menuhin 2012. Tuve el honor de que se me pidiera la laudatio del maestro y quiero compartirla con quienes me leen.
“Cuando el 9 de noviembre de 1938, Menahem Pressler huía con su familia de la ciudad que le había visto nacer quince años antes, es más que probable que no pensara en un futuro que para él, en semejante circunstancia, no iba más allá del día siguiente. Al llegar a Israel, según él mismo ha comentado, al encontrarse en un país nuevo, con un idioma distinto, exiliado en definitiva aunque también salvado del exterminio que se llevó a tantos, sólo la música pudo salvarle. “La música”, ha dicho, “era el aire, la respiración, las ideas y las emociones que yo llevaba conmigo, que eran las mías”. La música, pues, como sostén en la soledad, como apoyo en la tribulación, como horizonte visible y amistoso. Y a partir de ese impulso, hoy, después de tres cuartos de siglo y con ochenta y ocho primaveras en su haber, el maestro es un ejemplo de entrega y de dedicación a esa música con la que ha saldado con creces su deuda mientras sigue gozosamente en activo, miembro ya de ese club exclusivo de los grandes intérpretes que lo han sido también en su edad más longeva, así sus colegas Vladimir Horowitz –a quien ya ha superado- o Arthur Rubinstein y Mieczyslaw Horszowski a los que, viéndole tan pimpante, nadie duda que alcanzará, naturalmente, por sus pasos contados.
Esa vitalidad envidiable es la que le permite, por ejemplo, viajar sin pereza y tocar por todas partes, llegar a Madrid a recoger este premio desde el festival británico de Aldeburgh, donde está dando unas clases magistrales, y volver allí mañana para culminarlas con un recital del que no me resisto a citar su programa: Rondó en la menor de Mozart, Sonata op. 31 nº 2 de Beethoven, Nocturno, op. 27 nº 2 y Balada nº 3 op. 47 de Chopin, una obra de estreno de György Kurtág y para terminar nada más y nada menos que la gran sonata D960 de Schubert. Como diría un castizo, “ahí queda eso”.
Con Menahem Pressler la Fundación Albéniz premia hoy el genio del intérprete excepcional y la generosidad del maestro que necesita comunicar lo que sabe. El es un grandísimo pianista, un enorme músico de cámara, legendario en las distintas formaciones de ese Trío Beaux Arts que duró cincuenta y tres años desde que lo fundara en 1955 y en cuya vida ha habido, como él dice, y como sucede en cualquier actividad humana por mucho que tenga que ver con el arte, no sólo felicidad sino también sangre, sudor y lágrimas. Pressler es un artista que lo ha dado todo a la música desde que debutara en San Francisco ganando el premio Debussy-Wett con Darius Milhaud como presidente del jurado, y un maestro extraordinario que, desde su cátedra en la Universidad de Indiana o desde sus clases magistrales en la Escuela Reina Sofía representa algo sin lo que no entenderíamos la cultura que amamos: la continuidad de una tradición que, al mismo tiempo, es capaz de renovarse. El enseña a sus alumnos que en una frase de una obra de Beethoven o de Mozart hay un mundo pero también que nuestro propio mundo se refleja en ellos como si fueran nuestros contemporáneos. Por eso están vivos y por eso nos ayudan a vivir.
Menahem Pressler es un ejemplo de amor a la música y, sobre todo, de amor a la vida. Nunca olvidaré cuando a unos cuantos críticos que le habíamos premiado en los International Classical Music Awards nos resumía hace poco más de un año en Tampere, en Finlandia, después de un viaje transoceánico, y en sólo tres palabras, su deseo más evidente, más natural en relación con su actividad incansable: “no quiero dejarlo”. Esa voluntad, aliada con el genio, es lo que hace que este gran músico sea algo más importante todavía: un ser humano excepcional.
Gracias, maestro.