Marvin Gaye o la edad de oro del LP
Hace unos días la BBC Four emitía un documental titulado When Albums Ruled The World: The LP’s Golden Age en el que se hacía una historia tan bien documentada como narrada de lo que la aparición del LP supuso para el rock. Para la clásica sabemos que significó la posibilidad de escuchar obras enteras con la comodidad de no andar cambiando continuamente el disco: bastaba con darle la vuelta. Pero en el rock la llegada del LP supuso un cambio de filosofía, la posibilidad de que un cantante o un grupo mostraran su talento en la dosis necesaria para que sus ideas fueran suficientemente expuestas. Y, sobre ello, la de que estas tuvieran, si quería el artista, una suerte de hilo conductor. Es
decir, se podía ser, además de brillante, narrativo o, si se quiere, coherente, articulado, por decirlo así. En eso el LP se parecía a un libro de poemas que, bien organizado, permite la lectura aislada de cada uno de ellos y, a la vez, al terminarlo, concluir si hay en él –y casi siempre lo hay- un afán unitario, el resultado, en fin, de una suma de factores que se necesitan unos a otros para dar el producto deseado por el autor.
El programa de la BBC presentaba ejemplos memorables de elepés que habían cambiado la faz de la música popular tras hacer lo propio con las vidas y las obras de sus protagonistas, de Caryl Simon a Sex Pistols, de los Beatles a Pink Floyd, de los Rolling a Jimi Hendrix o hasta a Mike Olfield –quiere decirse que había para todos los gustos. Pero hubo entre todos un ejemplo que me impresionó especialmente, entre otras cosas porque me hizo volver al What’s Going On de Marvin Gaye, que es de 1971. El LP del hijo del predicador que sería también su asesino –y que ha reeditado en compacto Universal en una colección de dobles CDs junto a I Heard it Through the Grapevine– es, quién lo duda, una sucesión de magníficas canciones pero una sucesión que posee el doble sentido de la intención de sus letras y –y ahí está la pertinencia del caso- de la no solución de continuidad de unas músicas que se apoyan en la anterior y en la siguiente, que son una suma de identidades, que logran lo que querían gracias al invento del LP como soporte, antes de la llegada de la efímera casete o de la radio que acabó con todos –el cd terminará siendo una anécdota, un mero elemento de transición entre el todo y la nada, entre la raíz y la nube. No vamos ahora a descubrir a nadie –ojalá, de todos modos, alguien que no haya escuchado el álbum lo oiga por vez primera y se conmueva, se deje llevar por él tras demostrarse a sí mismo por qué hay que tener siempre dispuesta la capacidad de asombro- la grandeza de canciones como Save the Children, Mercy Mercy Me o Inner City Blues. Aguantemos un poco antes de pensar si por los arreglos de algunas de ellas ha pasado el tiempo y veremos cómo se corresponden con absoluta pertinencia –hay efectos de voces simplemente geniales- a una intención del momento que ha conseguido sobrevivir por la sencilla razón de su excelente factura. Y al lado de eso o, mejor, por encima de todo, o aún mejor, gracias a todo lo demás, hay emoción, mucha emoción. El álbum es soul, es R&B, es rock, es funky, es el resto más progresivo de lo mejor de la Motown, es una extraordinaria muestra del talento de la música que conoce sus raíces y piensa en su destino. Es una joya, amigos.