Mahler y Strauss
Desde su ceñuda clave histórica, Theodor W. Adorno ha dispensado indultos y condenas a pares. Absolvió a Brahms y condenó a Dvorak, absolvió a Schönberg y condenó a Stravinski por instaurar un retorno al clasicismo y glosar la música industrial de masas como el jazz y el tango. Su noción progresiva del arte le hacía juzgar a los músicos conforme se comprometieran con el vetusto pasado o el lozano porvenir. Volver no es histórico sino lo contrario. La historia siempre va hacia donde debe, no importa qué sea lo que debe pues basta con que siga yendo.
De sus juicios judiciales —valga el eco— el más llamativo, a mi entender, es el que absuelve a Mahler y condena a Richard Strauss. La comparación, si se quiere, es fácil. Eran contemporáneos, compartieron el especio del mundo germánico, el uno ganó la leyenda de maldito que el otro ambicionaba, en tanto este otro obtenía la fama y hasta la popularidad desconocidas por el otro. De hecho, fueron amigos de juventud y si luego se distanciaron no ocurrió por desavenencias artísticas. Mahler murió al ir acabando la Belle Époque. Strauss lo sobrevivió largamente, vio derrumbarse a Alemania y al imperio bicéfalo en dos guerras atroces, la segunda agravada para él por tener una nuera judía que debió ser guarecida ante los purificadores étnicos del nazismo.
Adorno ve en Mahler a un precursor, la referencia magistral de la Escuela de Viena y el atonalismo. No se entiende por qué no ve lo mismo en Strauss, no siempre aclamado por vistoso desde los comienzos, víctima de censuras en alguna de sus obras, más el desconcierto tonal que produjo en la escena del reconocimiento de Electra. Cultivaron el género sinfónico y la canción. Mahler rehuyó el teatro, que Strauss frecuentó. Nadie puede saber qué habría hecho Mahler de seguir vivo hasta su extrema vejez, como el otro. Tampoco tiene lógica histórica arriesgar conjeturas.
Herederos de un tardorromanticismo denso, patético, apegado a tradiciones poéticas similares y, ambos, especuladores de formas híbridas, estos músicos coinciden en habitar una inopinada decadencia disfrazada de plenitud. Se miden con el monumento y aman lo monumental pero ignoran que están edificando sepulcros. Ninguno de los dos mira al futuro, por más que así lo quiera Adorno. Más aún: Mahler como anticipo y Strauss como visitante de ruinas, hacen la música funeral a los imperios de su juventud. Al bicéfalo, Mahler con La canción de la tierra. Al alemán, Strauss con sus Metamorfosis. En esta perspectiva, el par se junta porque tal vez este melancólico final ya estuviera inscrito en sus mocedades. El arte, como siempre, actuó de revelador.
Blas Matamoro