Las cosas por su nombre
La bajada en las ventas de los discos clásicos obliga a sus editores a aguzar el ingenio aunque a veces eso se traduzca en simples cambios de piel. Ya conocíamos las grabaciones de la Orquesta Filarmónica de Berlín que se habían llevado los rusos después de la Segunda Guerra Mundial, que se recuperaron después y fueron editadas por Deutsche Grammophon en condiciones simplemente decentes. La crisis despierta el ingenio y a algún descubridor de la pólvora se le ocurrió, ahora desde la propia Orquesta Filarmónica de Berlín, que no era mala idea reprocesar aquellas grabaciones, todas ellas dirigidas por Furtwängler para la radio, y hacer un poco de caja a beneficio de la formación, entonces tan volcada al servicio cultural del Tercer Reich y, luego, pues pelillos a la mar.
Estas grabaciones de la —llamemos a las cosas por su nombre— época nazi de los berlineses, muestran a una orquesta de gran calidad que comía caliente mientras los demás ni siquiera comían y a un director que había hecho del servicio a una cultura eterna —también iba a ser eterno el propio Reich con ella de la mano— su alibí en tiempos de destrucción. Al aparecer el álbum, mi amigo Norman Lebrecht se refería, sin escatimar los elogios artísticos, lo que sería ridículo y mezquino ante la realidad de los mismos, a cómo esa palabra “nazi” se olvidaba o se sustituía por llamar a aquellos tiempos, simplemente, los años de guerra. Los años en los que los músicos judíos, los judíos en general, todos los judíos, eran perseguidos, en los que las cámaras de gas funcionaban a pleno rendimiento mientras en las primeras filas de los grandes conciertos de Furtwängler estaban los mandatarios de una Alemania que sufría y miraba al otro lado a la vez. Bruckner era tan utilizado como Nietzsche en aras de una causa con la que ninguno de los dos hubiera querido saber nada mientras el abate Liszt servía como sintonía de los informativos de guerra. Todo, al mismo tiempo, purificado, vuelto a su esencia tras su uso espurio, en el atril de quien fuera uno de los grandes directores de orquesta de la historia.
Hoy se sigue mirando para otro lado en aras de la tranquilidad. Resulta entre enternecedor y patético leer que se exagera cuando, cada año, se recuerda el origen nazi del Concierto de Año Nuevo y el colaboracionismo a ultranza de Viena y sus filarmónicos. Se recoge con cuidado, se mezcla con las acusaciones de misoginia o de racismo de baja intensidad y al fin todo queda como manías de oyentes hipersensibles. Como los defensores no son muy sutiles, ni siquiera se apela a la continuidad del arte por encima de cualquier contingencia histórica y, no digamos, a la definitiva prueba contra la que no hay nada que hacer: que ayer como hoy el miedo es libre. Mala desnazificación la que no pudo cargarse tan alta ocasión social.
Explica muy bien lo que pasó un magnífico libro aparecido estos días: Reckonings, de Mary Fulbrook (Oxfor University Press, 657 páginas, 25 libras esterlinas). En él se analiza, de manera muy útil para los que consideran que en España la transición se hizo en falso o ponen como ejemplo de resolución de los conflictos de memoria histórica a los propios alemanes, cómo tras el fin de la guerra en Alemania sucedió lo que aquí pero más todavía porque allí habían ganado los buenos. Cómo se veían las caras víctimas y verdugos sin que ni unos ni otros dijeran —otra vez el miedo— esta boca es mía. De entre los seis mil y ocho mil alemanes que trabajaron en el complejo Auschwitz-Birkenau menos de una docena fueron llevados a juicio mientras las leyes de amnistía construían, como señala Deborah Lipstadt en su comentario al libro en el Times Literary Suplement, “nuevas narrativas que les servían no solo para evadirse del castigo sino para emerger como sólidos y respetables ciudadanos”. De aquellos polvos vienen estos lodos que, al parecer, no manchan la buena reputación del artista cuando este cambia de contexto. No dejará de ser un genio, ya somos mayorcitos para saberlo de sobra, pero también para reconocerlo como demasiado humano, como demasiado cercano a nosotros y al menos igual de moralmente vulnerable. Quién sabe si también por eso nos emociona. El muy malvado.