La milonga de Borges
Borges fue un tipo curioso, no sé si exactamente raro pero en todo caso nada común. Nunca quise conocerlo personalmente a pesar de haber tenido varias veces la ocasión de encontrarme con él, incluso de acudir a su casa en Buenos Aires, en la calle Maipú, cuando vivía con su madre, doña Leonor Acevedo, que era la que aparecía en la guía telefónica como titular del número correspondiente. Sí conocí y traté luego a su viuda por razones profesionales pero eso es materia de otro cariz que aquí no corresponde. El caso es que el otro día, a raíz de una conversación con el escritor Agustín Fernández Mayo, me puse a escuchar las tres milongas de Borges a las que puso música Astor Piazzolla y cantaba y grabó con él Edmundo Rivero. En esas milongas que Borges escribe –y que incluye en Para las seis cuerdas– y Piazzolla pone en música se encuentra un autor que es el reflejo inevitable, imparable por decirlo así del ser humano. Tiene que ver con esas cosas que le he leído a Mario Paoletti y que supongo han hecho poca gracia en el jardín de los senderos que quieren ir siempre al mismo sitio. Me refiero, claro, ya lo sabe el lector, al gusto del autor de El Alephpor aquello que nunca pudo ser, porque ni era el lugar ni el tiempo ni tenía valor para serlo, sólo, si acaso, para soñarlo, para soñarse personaje de sí mismo o, mejor, incluso, de otros, de la vida tal cual, don Nicanor Paredes con “el bultito del cuchillo” –y cómo lo dice Rivero- al lado del corazón o Jacinto Chiclana –“alto y cabal, con el alma comedida, capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida”- mandando primero aunque muerto luego y entronizado en el barrio, en Balvanera, esquina y entrevero. Lo dice y se confiesa:
Sólo Dios puede saber
La laya fiel de aquel hombre;
Señores, yo estoy cantando
Lo que se cifra en el nombre.
Siempre el coraje es mejor,
La esperanza nunca es vana;
Vaya pues esta milonga
Para Jacinto Chiclana.
No conoce sino que canta “lo que se cifra en el nombre”, lo que imagina de una manera de ser para él imposible, de un mundo en el que hubiera durado más bien poco. El cobarde que quiere ser valiente, y el que espera la gloria preferirá al fin la literaria, cada vez menos dudosa, que la del que mata o muere en una esquina para pasar a la leyenda más o menos arrabalera. Vaya pues esta milonga, dice, pero más que para don Jacinto Chiclana va para sí mismo, para aquel que nunca podrá serse, que vivirá, todo lo más, un rato en el sueño del despierto. Borges cobarde, Borges enorme aquí, en lo menor que tanto le suponía, como en lo otro, personaje también de la saga oscura de la herrumbre y el frío, consuelo póstumo para cualquier poeta menor de la antología, de esos que beben no se sabe dónde el licor amargo del olvido, ese que él no probará nunca.