José Fernández Sánchez
La muerte de José Fernández Sánchez nos deja sin alguien que era memoria viva de un pasado que a pesar de todo no morirá nunca. José fue uno de esos niños que a lo largo de la guerra civil fueron enviados a la Unión Soviética, donde crecieron, se educaron y vivieron mejor o peor sin olvidarse nunca de España. Hace unos meses hablaba yo con uno de ellos, José de Felipe, que fuera director del Coro Nacional, y me contaba que él había vivido en la misma casa de apartamentos –ya sabemos lo que eso significaba en Moscú- que José Fernández y que otros españoles. Y recordamos entonces al propio José y a Lidia Kúper y a aquellos que nos han acercado en los últimos años la literatura rusa en traducciones impecables –también lo hicieron José Laín Entralgo con Guerra y paz de Tostoi, o Juan López-Morillas, que rescató El idiota de Dostoievski de las poco fiables, por más que atractivas, manos de Rafael Cansinos Assens. Les debemos todas esas cosas, esas lecturas, pero me temo que no les vamos a pagar suficientemente bien, que se nos van a olvidar cuando no lo merecen, cuando jamás fueron ninguno de ellos unos nostálgicos pesados ni contadores de batallitas sino los testigos de primera mano de unos cuantos cambios en la vida del mundo. Y nunca pidieron nada por haber vivido.
José Fernández era una persona extraordinariamente bondadosa, a la que vi poco, alguna vez con Juan Eduardo Zúñiga, ese maravilloso conocedor de la literatura rusa a la que dedicó uno de sus mejores libros, El anillo de Pushkin, y de quien me honra haber sido editor. Entre las traducciones que hizo José está una novela que cambió mi vida como lector: Petersburgo, de Andrei Biely, uno de los grandes libros en prosa del siglo XX y una de las cimas de la literatura rusa de todos los tiempos. Quien no lo haya leído debiera hacerlo porque le abrirá un mundo y le mostrará la veta más inteligente de esa vanguardia que primero se sumó a la Revolución y luego pagó su entusiasmo con la vida. Unos antes y otros después, como se cuenta en la biografía de Lina Prokofiev –otra española- de Valentina Chemberdjí. Amo ese libro –Petersburgo– como muy pocos de los que he leído. Y recuerdo que hace muchos años, en una Feria del Libro de Madrid, un paseante se acercó a la caseta de Alfaguara –yo era a la sazón director de la editorial- para comprarlo. El libro no se vendía desde hacía años y que alguien lo pidiera con esa devoción, con ese deseo entre anhelante y temeroso por encontrarse con Biely me enterneció de tal forma que no pude por menos que regalárselo. El comprador -déjenme echar un cuarto a la literatura, devolverle lo que es suyo- era lo suficientemente inquietante como para pensar que tal vez fuera algún enviado del propio autor desde cualquier mundo posible para decirme que sabía de mi amor por ese libro y probarme en la entrega o en la traición.
La muerte de José Fernández me recuerda ese momento en la suma de otros de menos feliz evocación y, sobre todo, me trae a la memoria a un buen hombre al que siempre admiré, como luego me sucedería con De Felipe, que estará bien triste estos días, después de saber que estuvo –y cómo- allá. Esto es un blog de cosas de música y la prosa de Biely lo es y traducida por José Fernández sigue siéndolo. Escuchemos, qué se yo, algo no demasiado triste en su homenaje, algo que no nos haga ponernos estupendos, un poco del del Cuarteto nº 2 de Borodin. ¿Te parece bien, José? Va por ti, amigo.
Luis Suñén