Frutos extremeños
En la precedente colaboración de este blog, se hacía aquí amplia referencia a los oídos sordos de la dirección del Teatro Real respecto a las voces españolas. Dos de las que se mencionaban, las de la soprano María Espada y la mezzo Elena Gragera, ambas venidas al mundo en Extremadura –esa tierra a la que cantaba el rico campesino Vidal en Luisa Fernanda-, son objeto hoy de atención en esta ventana habitualmente dirigida al examen, estudio y análisis de los más diversos aspectos vocales. Evidentemente, son cantantes muy distintas, que empezaron muy jóvenes -aún lo son- y han desarrollado una carrera despaciosa, inteligente, bien cimentada sobre bases técnicas muy sólidas y dirigida a cultivar el repertorio más conveniente para sus respectivas características.
Espada posee un timbre de soprano lírico-ligera que, desde unos orígenes muy livianos y aéreos, ha evolucionado positivamente en un mayor ensanchamiento, una más reconocible amplitud emisora y una sonoridad de cierta plenitud que tiene indudablemente hacia lo lírico puro. Es el suyo un espectro sedoso y muelle, terso y satinado. Las notas nunca salen de su garganta expelidas secamente, sino que son proyectadas sul fiato con una suavidad insólita, salvando distancias y en otro orden de cosas en la línea marcada por las históricas grabaciones de la soprano alemana de los años 30-50 Tiana Lemnitz.
También Espada, quién sabe si como un rescoldo de las clases en su día tomadas en la Escuela Reina Sofía con Alfredo Kraus, es hábil en la regulación de las intensidades, en el control del aliento, en la messa di voce. Y no olvidemos que la soprano estudió en el Conservatorio de su ciudad natal, Mérida, con una antigua alumna de Elisabeth Grümmer, la china Maria You Chi Yu, que la puso en el secreto de las sonoridades suspendidas, en el del apoyo canónico y en el del arte de la ligadura. La dulzura de los ataques, blandos pero precisos, la delineación de los arcos, sometidos a dinámicas sutiles y delicadas, el manejo ingrávido de los claroscuros, el cuidado en el matiz y la facilidad del dibujo de las agilidades la facultan para el canto ornado, para el caracoleo refinado de la escritura barroca y clásica. Capacidades que su inteligencia técnica y musical ha ido incrementando con los años hasta alcanzar la madurez, en virtud de los contactos tenidos a lo largo del tiempo con artistas de la talla del contratenor Charles Brett, el barítono Thomas Quasthoff, las sopranos Montserrat Caballé e Hilde Zadek o la mezo Julia Hamari.
El temperamento nunca desbordado, la actitud discreta y elegante, el equilibrio en los modos y maneras han hecho de ella una acrisolada intérprete de oratorio, de ópera del XVIII, de cantadas y misas de nuestra época dorada, de obras cameristicas, de pentagramas afiligranados del más diverso tipo, entre los que por supuesto se incluyen los numerosas partituras de Haydn o de Mozart; o composiciones de épocas más cercanas, como el Requiem de Brahms, de cuyo número V realizó no hace mucho en el Monumental, con la Orquesta de la RTVE, sustituyendo a otra soprano enferma, una creación mesurada, luminosa, contenida, de íntima y rara poesía, de un lirismo intenso y exquisito.
Hay que aplaudir sin duda en María Espada la soltura con la que sin dificultad, acogiéndose a un vibrato muy natural, que huye de los desagradables sonidos fijos, se acopla a los estilos de los diversos siglos, dando mayor o menor amplitud a un volumen por lo dicho siempre regulado, calibrado y desarrollado según exigencias y, en algún momento, es cierto, sometido a balanceos que hacen peligrar durante alguno segundos la firme línea. Aunque, de acuerdo con lo que estamos explicando, es cantante en buena medida introvertida, poco amiga de alharacas y exhibiciones gratuitas, si al caso viene, no duda en lanzar la voz a los cuatro vientos y en mostrar una potencia muy considerable. Cualidades que la han hecho preferida de tantos directores especialistas en la literatura del barroco como Bonizzoni, Fasolis, López Banzo o Marcon. Y de servidores de músicas más antiguas tales como Rivera con su Armoniosi concerti, Scorticati con Estro cromatico, Saldúa con La Trulla de Bozes, Rubio con Ministriles de Marsias y un muy largo etcétera.
No ha desconocido tampoco la artista el capítulo de la canción o del lied. Ha tenido tiempo igualmente para servir ese repertorio con probidad y sapiencia. Frecuentemente actúa con su ex marido, el pianista brasileño Kennedy Moretti, un buen instrumentista, de segura pulsación, que le procura la base idónea para iluminar las interioridades y abrir los pliegues de ese difícil género en el que la voz, desnuda, ha de matizar y explicar recónditos dramas poéticos. Esta dedicación establece un importante punto de contacto entre ella y la mezzo pacense Elena Gragera, que centra casi por completo su actividad, desde hace una buena decena de años, precisamente en este universo. Es probablemente la máxima y más diestra defensora en nuestro país de la canción de concierto en todas sus formas. Canción española de todas las épocas por supuesto, pero también chanson, mélodie, canzonetta, canción inglesa y, muy en primer término, lied, un género en el que despliega sus mejores armas gracias, entre otras cosas, a un magnífico manejo del alemán y en el que tiene, como en los demás, el apoyo desde el teclado de su marido, Antón Cardó, un pianista avezado y conocedor, dotado de notable sensibilidad y una singular facilidad para el íntimo y lírico matiz, antiguo alumno de la Schola Cantorum y colaborador durante años de Gérard Souzay. Forman una pareja de altos vuelos.
La voz de Gragera es lírica, persuasiva, dotada de un estimulante vibrato, que ha sido domeñado con el paso del tiempo, y de una atractiva penumbrosidad, que ella sabe alternar con zonas de atenuada claridad en virtud de un muy seguro apoyo diafragmático y de una técnica de respiración inmaculada que le permite trazar bellos arcos dinámicos y alcanzar las gradaciones que le pide su dedicación al repertorio de sus preferencias. El nítido fraseo, la precisa dicción, transparente y ordenada, el conocimiento de las distintas prosodias la convierten en una rara avis dentro de nuestra geografía.
Son muy compactos los fundamentos sobre los que la mezzo desarrolla su canto, que busca en todo momento la deseada y deseable aclimatación estilística y el acento justo, la entonación exacta y el desahogo siempre exigido aun en pasajes que por su elevada tesitura para una voz de sus características suponen un esfuerzo mayor y que ella solventa con discreción y sólo episódicas tiranteces, que, curiosamente, es capaz de integrar de manera natural en un discurso permanentemente controlado, el propio de las mejores liederistas y que se hace anchuroso en centro pleno y carnoso. Aspectos que pudimos corroborar hace unas pocas semanas durante su reciente recital dentro del Ciclo de Lied del CNDM en colaboración con el Teatro de la Zarzuela, en el que despachó, junto a Cardó, un sustancioso programa con obras de Clara y Robert Schumann, Fanny y Felix Menelssohn y Alma y Gustav Mahler.
Conociendo su trayectoria y sabiendo de la decidida vocación de la cantante, que salvó todos los obstáculos para, una vez concluidos sus estudios en la Escuela de Canto de Madrid, lanzarse a la búsqueda de los mejores centros de aprendizaje de la técnica liederística, no nos extraña que sus primeros pasos se dirigieran a tomar contacto con una intérprete y maestra de tanto prestigio como la soprano Irmgard Seefried, que la acogió, la encauzó y la puso en un camino que completaría en Amsterdam otra insigne profesora, la contralto holandesa Aafje Heynis, especializada, aún más que la germana, que cantó mucha ópera, en el lied y en el oratorio. Justo los ámbitos en los que le gustaba y le gusta moverse a nuestra protagonista. Y en los que nos dejó imperecederas interpretaciones su mentora, no pocas veces comparada con la gran Kathleen Ferrier.
Muchas fueron sin duda las enseñanzas que ambas artistas consiguieron depositar en ella, que las recibió y aplicó a sus propias condiciones. La oscuridad de Heynis se hace en Gragera tenue claridad, que se da la mano con un sobrio sentido de la articulación. La lírica suavidad de Seefried adquiere en ella un cierto gusto por la ensoñación, por el encanto de la expresión, que, en paralelo con la voz, se traslada al rostro, bañado en una discreta y nostálgica sonrisa, de la misma naturaleza que los anhelos e inquietudes que envuelven tantas veces a los poemas en los que descansan la mayoría de los lieder.