Bill Evans, vivir en el piano

Hay posturas que revelan una forma de concebir la música. La de Bill Evans, el más clásico de entre los pianistas de jazz, quizá sea la más singular. Aquí le vemos en una actuación de 1965, donde versiona con su trío el estándar My Foolish Heart. Al principio su postura es razonablemente ortodoxa, pero ya al medio minuto ocurre algo raro: Evans va agachando la cabeza de manera que ésta y el cuello forman una línea horizontal paralela al teclado (0’54”). Es una postura nada natural, como de alguien que padece escoliosis o de un miope que intenta enfocar con dificultad las teclas a pulsar. Más adelante, Evans se toma un descanso y sube la cabeza, pero en 2’10” la agacha otra vez. Es como si el teclado atrajera la cara del pianista con la fuerza de un imán y Evans se doblara para captar las vibraciones más recónditas y débiles del piano, para auscultar el interior del instrumento hasta fundirse con él.
Bill Evans convirtió el jazz en una conversación íntima, replegada en sí misma. Esa música, que se contagiaba del humo y del bullicio de los clubes nocturnos, adquiría en sus manos unos tonos secretos e inefables. Sus solos reclamaban una escucha recogida; en algunos momentos, su delicadeza parecía encontrarse más próxima al silencio que al sonido. Incluso cuando escogía un tono más enérgico, sus versiones daban la curiosa impresión de proyectarse hacia dentro.
En el vídeo vemos al pianista atento sí a la base rítmica, pero totalmente ensimismado, inclinado sobre el instrumento como para protegerse del mundo exterior. Uno tiene entonces la impresión de que el piano era, para Evans, lo que la concha para el caracol. Creo que, de haber sido posible, Evans habría escogido vivir en el piano, en su interior. Mientras tocaba, el piano era su casa, un hogar de belleza y pureza en el que el músico se ponía a salvo del ruido de la existencia: las drogas, las enfermedades, los problemas económicos, la violencia, la muerte… Pero, una vez terminada la pieza, había que volver a la vida real. Esa era la tragedia.
La sutileza es la clave del universo musical de Evans. El toque cristalino, sensible a la más fina gama de gradaciones y matices, constituía el eje fundamental de sus exploraciones pianísticas. Por ese medio, el pianista sondeaba los pliegues melódicos y armónicos de los temas desde ángulos absolutamente personales. Sus improvisaciones desprendían un lirismo subyugador y se asentaban en un juego rítmico dinámico y flexible, que disimulaba una notable complejidad interna. Estas características eran en parte fruto de la influencia que sobre él ejercían los compositores clásicos, en especial Chopin y los impresionistas franceses.
Peace Piece es, posiblemente, la creación más célebre de Evans. Esta improvisación en solitario surgió casi de manera casual durante la grabación del disco Everybody Digs Bill Evans (1958). Evans cogió los dos primeros acordes de la canción Some Other Time de Bernstein y se sumergió en su hipnótica alternancia. El esquema recuerda al de la Berceuse op. 57 de Chopin (un ostinato armónico en la mano izquierda da pie a una serie de variaciones en la derecha) pero hay algo también de la hierática inmovilidad de Satie. En Peace Piece, el jazz descubre el valor de la lentitud. Lentitud en el sentido de explorar una determinada armonía hasta sus últimas consecuencias, girando alrededor de ella una y otra vez, buceando en todos sus posibles recovecos, matices y colores sin ninguna urgencia. No hay más que escuchar cómo se detiene Evans en el penúltimo acorde (6’15”): Peace Piece es la obra de alguien que no está tocando el piano, sino que vive dentro del piano, en sus resonancias. Y allí se quedaría, si pudiese, para no salir nunca.
Stefano Russomanno