BAYREUTH / Un ‘Tristán’ en la estela de Wieland Wagner
FESTSPIELHAUS. 13-VIII-2023. Wagner: Tristan und Isolde. Clay Hilley (Tristan), Catherine Foster (Isolda), Markus Eiche (Kurwenal), Christa Mayer (Brangäne), Georg Zeppenfeld (Rey Marke), Olafur Sigurdarson (Melot), Jorge Rodríguez Norton (Un pastor), Raimund Nolte (Timonel), Siyabonga Maqungo (Grumete). Orquesta y Coro del Festival de Bayreuth. Dirección musical: Markus Poschner. Dirección de escena: Roland Schwab.
En la vorágine que hoy es Bayreuth, el Tristán e Isolda del director de escena muniqués Roland Schwab recupera, de algún modo, y de la mano de su escenógrafo, Piero Vinciguerra, las añoradas curvas, círculos y espacios desnudos de Wieland Wagner. Un año después de su exitoso estreno, la producción de Schwab ha retornado al Festspielhaus con el mismo director de orquesta y cantantes, salvo el Tristán del indispuesto Stephen Gould -reemplazo por el modesto y desde todos los puntos de vista insuficiente tenor estadounidense Clay Hilley-, y Brangäne, este año encarnada por la crecida y veterana mezzosoprano Christa Mayer (el año pasado fue la muy aplaudida Ekaterina Gubanova). La dirección del también muniqués Markus Poschner (1971) se reveló más vehemente, desigual y abrupta que en el estreno. Por momentos, particularmente en el tercer acto, incluso llegó a tapar a los cantantes, algo inverosímil en la acústica compleja pero perfecta del Festspielhaus y su famoso “foso invisible”. Sobresaliente cum laude al corno inglés, que hizo cantar con calidad, relieve y candor su triste soliloquio del tercer acto.
Escénicamente, Roland Schwab ha dado un atrevido salto en el tiempo, para, tras los fallidos y hasta prosaicos tristanes de Christoph Marthaler y Katharina Wagner, retomar la mirada a Wieland Wagner, a su quietud, a su desnudez, a sus enormes y vacíos espacios elipsoidales; a sus sombras y siluetas. La escenografía, de cuidada y bien estudiada iluminación, se basa en una enorme plataforma de ledes que igual son el fondo azulado de una piscina mediterránea que remolino a punto de absorber a los amantes en pleno éxtasis o la orilla de un indeterminado lago o charca. Hay estrellas, luna y mucha sensibilidad sin sensiblerías. Noche tristanesca.
Una apuesta clásica pero novedosa, particularmente estática en esta reposición, debido a los problemas de movilidad del Clay Hilley, cuya oronda figura se antoja extraída de un cuadro de Botero. Salvo el bellísimo primer acto, bien iluminado por el intenso cielo azul reflejado en el agua ficticia, los dos actos restantes son oscuros, incluso negros. Tanto como todos los personajes, salvo la pareja protagonista, siempre vestida de blanco hospital. Esto centra la atención de espectador en ellos, en detrimento de personajes también importantes, que quedan desdibujados en medio de la oscuridad general. La dualidad Tristan/Isolde Kurwenal/Brangäne queda así difuminada.
Vocalmente, la función del domingo resultó mermada por la voz de Clay Hilley, de atractivo color y efectivas resonancias, pero destemplada, irregular y con una línea de canto sin rumbo ni lógica, a borbotones, desigual y en ocasiones hasta fragosa. Curiosamente, como la dirección arrebatada y extrema de Poschner, a la que le faltó la contención y el equilibrio de 2022. Hilley mantuvo el tipo en el segundo acto, en el extenso y exigente “Dúo de amor”, y aguantó el tipo en lo menos comprometido tercer acto. Pero su Tristán, escénicamente imposible y artísticamente ajeno a estilo y sutilezas, es claramente deficiente. Para Bayreuth y para cualquier escenario que se precie.
Mucho más empaque vocal y estilo wagneriano mostró la soprano inglesa Catherine Foster, que repitió su Isolde vehemente, efusiva e intensa, de brillantes y afilados agudos siempre perfectamente perfilados. Brilló particularmente en el dueto de amor y en la escena de los filtros del primer acto, pero no pudo coronar al mismo nivel su sobresaliente interpretación, con un Liebestod que, por las razones que sea, estuvo muy por debajo de ella misma y del que interpretó el año pasado. Son las cosas del teatro y del momento. Quizá una flema, cualquier contratiempo… Es la vulnerabilidad tremenda del instrumento más hermoso pero también más frágil, incluso en una voz tan dotada y con la técnica, dominio y tablas de la Foster.
En el resto del reparto, destacó con diferencia el superocupado bajo renano Georg Zeppenfeld (1970), un Marke arraigado en la mejor tradición; dolido y cálido, carnoso y genuino, de sonoro y grave metal, de resonancias incluso salminenianas. El monólogo del segundo acto, triste, introspectivo y de nobleza infinita, supuso uno de los momentos máximos de la representación. Tuvo, además, el coraje y la generosidad de cantar este Marke fresco y sobrado justo un día después de ser Gurnemanz y dos de haber cantado Daland. Una verdadera proeza en un mundo en el que los contactos guardan, como mínimo, un día de descanso entre función y función.
Christa Mayer, invisibilizada por el negro del vestido y de la escena, tenía el reto de reemplazar a la Brangäne de Ekaterina Gubanova, que ha abandonado el papel para mutarse en esta edición del festival en Kundry (Parsifal) y Venus (Tannhäuser). Mayer, que desde 2008 permanece fiel a Bayreuth y se las sabe todas, derrochó arrojo, salud y potencia vocal, además de una cultura wagneriana que se sintió y vio en cada instante, particularmente en el primer acto y en un “Habet acht!” que resonó en la noche estrellada para todos, menos para quienes tenían que escucharlo: los ensimismados Tristan e Isolde. Sordos de amor y juicio.
Envuelto en sus oscuras vestiduras, el barítono Markus Eiche fue un correcto y casi invisible Kurwenal, mientras que el también barítono Olafur Sigurdarson brilló con luz propia como Melot. También destacaron el tenor avilesino Jorge Rodríguez Norton, un “Pastor” cuya voz y presencia quedaron realzadas en la oscuridad por una claro abrigo de piel; Raimund Nolte como Timonel, y el “Grumete” del sudafricano Siyabonga Maqungo, que añade su nombre a la contada lista de cantantes de color -Grace Bumbry, Simon Estes- que han actuado en Bayreuth.
Como es ya nueva marca de la casa, se aplaudió todo y a todos. Pero no indiscriminadamente. Las mayores y más merecidas ovaciones fueron, claro, para Catherine Foster, cuya accidentada Liebestod no empañó una actuación de tan alto valor dramático y vocal. También para Zeppenfeld, convertido ya, y con pleno merecimiento, en uno de los ídolos de este novísimo y controvertido Bayreuth de Katharina Wagner. Tímidos y no tan tímidos “Buuu” escuchó Clay Hilley al irrumpir en la tanda de saludos. Lejos quedan los tiempos de Barenboim y sus tristanes bayreuthianos con Ponelle y Heiner Müller. Eran otros tiempos, sí, pero Bayreuth, pese a todo, es siempre Bayreuth.
Justo Romero