Bayreuth: un año crucial
No parece que sea exagerado decir que la edición 2024 del Festival de Bayreuth —al que dedicábamos nuestro dosier en el número 408 de SCHERZO— haya resultado, al fin, ese momento crucial que se esperaba durante tantos años y que debía afectar tanto a lo artístico como a lo económico. Aprendiendo de los errores propios, de meteduras de pata que algo tenían que ver con que no basta nacer en la familia para ser un experto en el patriarca, Katharina Wagner parece haber alcanzado, no sin tiempo, una necesaria madurez para leer el presente y —a la fuerza ahorcan— diseñar un futuro insospechado y quién sabe si hasta indeseado por parte de cierto wagnerianismo militante.
Respecto a esa lectura del presente, ahí está su apuesta por otorgar la responsabilidad de buena parte de la dirección orquestal de este año a mujeres. Y, sobre todo, de hacerlo con sentido. Era difícil equivocarse después de las buenas prestaciones anteriores de Oksana Lyniv en El holandés errante y Nathalie Stutzmann en Tannhäuser. Y eso que las dos tenían que lidiar con sendas problemáticas producciones escénicas, aunque como suele pasar en Bayreuth —salvo esas excepciones a las que no salva ni un milagro—, el tiempo les ha dado otra oportunidad y el público las ha recibido con mejor talante que en su estreno, sobre todo en el inteligente y estimulante Tannhäuser de Tobias Kratzer y Rainer Sellmaier mientras los estilemas de Cherniakov chocaban demasiado con lo arquetípico de la idea del holandés y su periplo.
Pero el gran éxito de este año ha estado en la contratación de la maestra australiana Simone Young para hacerse cargo de El anillo del nibelungo dramatizado por Valentin Schwarz, otra puesta en escena que va digiriéndose mejor cada vez que se revisita. Young ha triunfado plenamente con una versión que lo ha tenido todo: intensidad, sutileza, sentido dramático, progresión argumental, cuidado expresivo, narratividad eficaz y emoción de la mejor ley. Ya se había acercado a la Tetralogía con sus huestes de la Ópera de Hamburgo y dejado constancia de ello en disco. Pero habremos de convenir que aquel acercamiento, con todo y su valía indudable, no presagiaba los logros de esta su consagración en la colina sagrada.
Gracias a tres magníficas directoras de orquesta, Bayreuth ha salvado con audacia un escollo y se ha anticipado a otros festivales menos listos. Pero, además, ha encontrado a un maestro capaz de difuminar desde el foso la muy discutible puesta en escena de
Thorleifur Örn Arnarsson para Tristán e Isolda. Semyon Bychkov, en el mejor momento de su carrera y dueño de una admirable madurez, ha demostrado, además, una profesionalidad a prueba de bomba. Y en 2028 Pablo Heras-Casado, otro de los descubrimientos wagnerianos de Katharina, se hará cargo de la dirección musical de una nueva producción de El anillo del nibelungo tras su memorable éxito en Parsifal.
¿Y qué pasa con los cantantes? Pues que una generación de ellos que nunca podría aspirar a las cimas inalcanzables del Neue Bayreuth ha ido manteniendo el tipo con entera dignidad. Son los Vogt, Nylund, Konieczny, Foster, Sigurdarson, Spyres, Mayer, Von der Damerau, Zeppenfeld, Teige, Schager… Todos ellos nombres difícilmente comparables con quienes fueron al mismo tiempo los restauradores de las viejas esencias y los emprendedores de un camino que la guerra y los condicionantes ideológicos de los moradores de la colina habían interrumpido irremisiblemente, pero también ejemplos de bien hacer dentro de lo especialmente difícil de su cometido.
Hablábamos al principio de lo económico. También está lo político. El festival parece haber sido puesto definitivamente, por las propias autoridades culturales alemanas, en la tesitura de repensar si puede seguir siendo un asunto de familia. Pareciera que al fin la voz y el voto de los Wagner están definitivamente en entredicho, aunque por el bien y el interés de todos, administración y estirpe acabarán por entenderse. Por otra parte, los Verdes han sugerido la posibilidad de abrir el Festival a otros repertorios, lo cual parece un tanto disparatado por cuanto se le negaría su razón de ser, no tendría sentido. Como telón, la obsesión por limpiar una suerte de mala conciencia que está en la historia colectiva alemana mucho más que en el arte individual y que, impulsada por el propio festival, ha llegado al extremo de tachar de caricaturas judías, en las mismas puertas del Festspielhaus, a algunos villanos wagnerianos como Mime o Klingsor. Bayreuth ha sido y debe ser en el futuro, con todo y su pasado —manes de Cosima, Winifried y compañía— una referencia decisiva en el devenir del teatro musical. Como Shakespeare, Wagner —de una vez y para siempre ni tótem ni tabú— ni se agota ni se cancela.
[Foto: Enrico Nawrath / Beyreuther Festspiele]