BAYREUTH / Aplauso y emoción. In memoriam Stephen Gould
Bayreuth. Festspielhaus. 12-VIII-2024. Klaus Florian Vogt, Elisabeth Teige, Markus Eiche, Irene Roberts, Günther Groissböck, Siyabonga Maqungo, Ólafur Sigurdarson, Martin Koch. Orquesta y Coro del Festival de Bayreuth. Dirección musical: Nathalie Stutzmann. Dirección de escena: Tobias Kratzer. Wagner: Tannhäuser.
Por una vez en el Festspielhaus de Bayreuth, la emoción no arrancó de la música ni de la escena. Ocurrió durante la obertura de Tannhäuser, cuando en la proyección que incluye la imaginativa y excepcional producción de Tobias Kratzer, la cámara acercó la mirada y enfocó el objetivo hacía una foto enmarcada ubicada sobre una mesita situada en el interior de la destartalada autocaravana en la que se mueven los protagonistas de la ópera. De repente, el público irrumpió -irrumpimos- en un espontáneo, largo y sonoro aplauso en mitad del preludio. El rostro de la foto era el de Stephen Gould , el gran tenor wagneriano estadounidense que precisamente había estrenado esta producción en 2019, dirigida entonces por Christian Thielemann, fallecido tempranamente el pasado mes de septiembre, con apenas 61 años.
Fue un precioso y emocionante homenaje al protagonista del nacimiento de este montaje que se ha consolidado, cinco años después de su estreno, como uno de los trabajos bayreuthianos más inteligentes, imaginativos, lúcidos y talentosos vistos en las últimas décadas.
El director de escena bávaro Tobias Kratzer (1980) ha cargado de genialidad, sentido teatral y sensibilidad la historia ambivalente de Tannhäuser y su “duda inquietante” entre el universo espiritual y apolíneo de Elisabeth y el dionisíaco y lúdico de Venus. El trabajo innovador y la visión conceptual y escénica de Kratzer devuelve la fe al presente. Como ocurriera en 1993, con el inolvidable Tristan de Müller/Barenboim, este Tannhäuser marca un hito en la evolución dramática que siempre reivindicó Wagner y defendió su Festival: “La reinterpretación permanente de la inagotable obra de arte”.
El director de escena alemán ahonda audaz y por derecho en el eterno conflicto entre el bien y el mal, entre la “santita” Elisabeth y la “casquivana” Venus; el falso dilema entre “sexo o pureza” tan recurrido por religiones y especies similares. Kratzer remacha este equívoco a cara y cruz con una reinterpretación áspera, luminosa, triste, tierna, nostálgica, feliz y tan variada e imprevisible como la vida misma. Para ello, recurre a dos acciones en paralelo; mientras que la hábil y efectiva realización videográfica posibilita dos acciones en paralelo: la real del escenario y la imaginada y menos real, que transcurre entre bambalinas y en el exterior del Festspielhaus, con intervención estelar hasta de la policía local de Bayreuth, que acude presto con sus sirenas a la llamada de socorro de la propia Katharina Wagner, actual directora del festival y bisnieta del compositor. Kratzer, de la mano de Wagner y de sus personajes, y con su propio talento, proclama con rotundidad un definitivo y triunfador “la imaginación al poder”.
El comienzo, la ya citada proyección durante el preludio, presagia lo peor: una destartalada furgoneta -la de la foto de Gould- circulando por cualquier carretera alemana, y que sugestiona un carromato de feria, en el que, por supuesto, no faltan payaso (Tannhäuser, claro), enano, travesti (Le Gateau Chocolat) y hermosa mujer (Venus). Pero pronto todo toma forma y sentido, en una propuesta que confronta los mundos del Venusberg con el cotidiano, con lo establecido y su orden. Dos escenas, dos formas de vida, que se abrazan en un final a lo road movie en el que la buena Elisabeth, resucitada tras haber muerto después de la licencia de tener sexo con el enamoradizo Wolfram (instantes antes de la Canción de la estrella, ¡nada menos!), se marcha en la tartana hacía un final presumiblemente feliz. Con Tannhäuser, por supuesto. ¡Pierden Roma, el Vaticano y el inclemente Papa de Roma que le negó el perdón! Triunfa la vida.
Si el maestro que dirigió el nacimiento de este genial Tannhäuser fue Thielemann, en este Bayreuth en femenino plural ha sido la célebre contralto francesa Nathalie Stutzmann (1965) la encargada de llevar a buen puerto la grosse romantische Oper en tres actos que estrena y dirige Wagner en Dresde, en 1845. Stutzmann, que no es precisamente el director berlinés y, más que directora de orquesta, es una cantante, prima, de hecho, las líneas vocales sobre el propio tejido orquestal. Dirige con la voz del canto omnipresente. Fue la suya una dirección abrupta, un punto arreu (como dicen los valencianos cuando quieren señalar algo que está hecho de cualquier manera); de romos extremos, y apenas indagadora de los matices y posibilidades que brinda una partitura como Tannhäuser y faculta unos cuerpos estables -coro y orquesta- tan formidables como los de Bayreuth. Hubo desajustes, entradas anticipadas y emborronamientos impropios de la Meca wagneriana y de su mítico Festspielhaus.
El rol de Tannhäuser ha vuelto a ser defendido por Klaus Florian Vogt, tenor sin los registros dramáticos que sí tenía Stephen Gould, y que, pese a ello, en esta edición alterna el rol de Tannhäuser con el de Siegfried en el fracasado Ring de Valentin Swartz. Su voz lírica, cálida y sustancialmente bella, ahora de proyección y sonoridades más spinto que dramáticas, volvió a servir un convincente y bien perfilado Tannhäuser, al que el tenor de Schleswig-Holstein impulsa con su personalidad e involucrada presencia escénica, que le va como anillo al dedo al personaje y la visión de Kratzer.
Aquel 2019 supuso el debut en Bayreuth y en el personaje de una Lise Davidsen cuyo cantar wagneriano, junto al de Stephen Gould, dejó a todos atónitos con una Elisabeth para los anales. La también noruega Elisabeth Teige no tiene los medios apabullantes de la Davidsen, pero sí ha sabido hacer crecer su personaje tocayo, al que ha insuflado del candor y de los acentos líricos que adolecieron en 2023, cuando Vogt y ella tomaron el testigo de Gould y Davidsen. En el personaje de Venus, de máximo protagonismo en este montaje, debutó y triunfó la mezzo californiana Irene Roberts, de alto perfil dramático y canto prometedor, pero carente de la solera wagneriana y vocal de su antecesora, la rusa Ekaterina Gubanova.
El barítono Markus Eiche volvió a cargar de efusión e inquietudes un Wolfram que no desaprovechó su gran momento de la Canción de la estrella, que cargó de efusión, remembranzas y pulida línea expresiva. El bajo austriaco Günther Groissböck volvió a dar vida a un ajustado Landgrave de Turingia. Cumplieron con tablas y maneras el barítono Ólafur Sigurdarson (Biterolf) y el tenor sudafricano Siyabonga Maqungo (Walther). Todos fueron aplaudidos y requeteaplaudidos en un Bayreuth hoy receptivo a todo, ya sea la dirección musical de la Stutzmann o la Isolde entrada en años de Camilla Nylund. Ni que decir tiene, que el coro y la orquesta de Bayreuth -solista de arpa incluida, excepcional en el concurso de canto, sobre el propio escenario- sonaron a gloria en un repertorio en el que resultan imbatibles.
Punto y aparte merece en este Tannhäuser tan cargado de imaginación y fantasía el alistamiento en el reparto de dos personajes tan entrañables, friquis y pertinentes como el enano Oskar (idealmente encarnado por el actor Manni Laudenbach) y el/la tierno/a Le Gateau Chocolat, que fue interpretado por él mismo. Fueron las guindas de este Tannhäuser excepcional en la que el rostro de Stephen Gould -el Tannhäuser de referencia del nuevo Bayreuth – volvió a recibir el aplauso y calor de los wagnerianos de Bayreuth. Emocionante, muy muy emocionante.
Justo Romero
(fotos: Bayreuther Festspiele / Enrico Nawrath)