Baudelaire y el wagnerismo francés

Hace doscientos años nació Charles Baudelaire. La fecha es recordable en una revista de música, no ya por el reiterado recurso de ciertos músicos franceses a sus versos para hacerlos cantar sino por su carácter pionero en cuanto a un posible wagnerismo francés y su influencia en la poética del simbolismo y el decadentismo.
Wagner fue reconocido en Francia al menos desde que Théophile Gautier publicó un artículo sobre una función de Tannhäuser que había presenciado en Alemania en 1857. La presencia de la música wagneriana en París se dio en el Teatro Italiano con unos conciertos sinfónicos que incluyeron fragmentos de aquella ópera y de Lohengrin. Fue en 1860 y a ellos debió asistir Baudelaire. Igualmente, a una secuencia indeseable: tanto la entrada de los invitados de la primera como la marcha nupcial de la segunda pasaron a ser musiquillas de casinos, balnearios y quioscos de bandas municipales.
Con todo, la grande y escandalosa irrupción parisina del compositor ocurrió en 1861 en la Ópera. Contó con el patrocinio del emperador Luis Napoleón – el déspota que protegía al revolucionario según el oxímoron de Baudelaire – y se programaron treinta funciones que, dada la pelotera, no pasaron de dos. El elenco era ineficaz, la orquesta blanducha, la puesta en escena vodevilesca, el ballet un impertinente ejercicio gimnástico. Baudelaire, en su texto sobre Wagner en París, sólo salva a la soprano Sax y al barítono italiano Morelli, que sirvieron a Elisabeth y a Wolfram.
El escritor, más que a la debilidad del espectáculo, inculpa del tumulto – tan ruidoso que opacaba el sonido de la orquesta – al filisteísmo del público dominante en el abono. Era una aristocracia ignorante y desatenta, que no soportó el grado de concentración exigido por Wagner, un músico que molestaba a los socios del Jockey Club que iban al segundo acto a ver bailar a sus amantes para luego jugar a los naipes y beber champán en los antepalcos. Como el añadido de la orgía va en el primer acto, tras la prolongada obertura, las chicas danzaron en vano, sin arte público ni admiradores privados. La prensa, por su parte, rechazó a Wagner por segunda vez en su vida y bien que se habría de vengar del doblete cuando la derrota francesa frente a los prusianos en 1870. En fin: una guerra se gana normalmente aunque se pierda un par de batallas. Porque, como anota Baudelaire: “El pasado es la eternidad.” En efecto, un triunfo de Wagner en el París convencional de 1861 habría sido un personal accidente. No obstante, importan los argumentos, endebles en general: academicismo y patrioterismo chovinista. A ello se suma el clamoroso silencio de Berlioz, un revolucionario a su manera que no entendía o no quería entender al colega de ultra Rhin.
¿Qué sabía Baudelaire de aquel Wagner y, más generalmente, de música? Se sabe que fatigaba a sus amigos pianistas para que tocaran páginas de Beethoven y Weber, sus favoritos, a los que agregó transcripciones del Wagner escuchado en concierto. Además, había leído los estudios de Liszt sobre las dos óperas ya mencionadas, las Cartas sobre la música y cuatro libretos del propio Wagner (los de la futura tetralogía) y, quizá, los de El holandés errante y Tristán e Isolda. De la teoría wagneriana, una edición inglesa de Ópera y drama. Algo de esta última lo marcó por primera vez en cuanto a su poética: la música no debe servir a la elocuencia de la palabra, como suele ocurrir con la ópera corriente, sino que, al contrario, ha de ser la fuente de la palabra, la que la empuje desde la pasión hacia el utópico fin de tornar efable lo inefable. Es lo que los simbolistas, luego encabezados por otro wagneriano, Stéphane Mallarmé, denominarán, precisamente, símbolo (cf. La musique et les lettres y Crise de vers).
En este cruce se inscribe la importancia del wagnerismo francés. Más que en una recepción paradigmática de Wagner entre los compositores de ópera, en la formación de una poética que es, como el propio wagnerismo, una reformulación del romanticismo. No sólo atañe a la reflexión sobre lo poético sino a la situación del artista en la sociedad. Enemigo de los filisteos burgueses, los liberales y los republicanos, el poeta es una suerte de ácrata genial e individualista que promueve una nueva aristocracia, si es preciso monárquica y aún dictatorial, como la del emperador Bonaparte III. Es la poética de los hijos del limo, como los denomina Octavio Paz: contemporáneos y antimodernos o, si se quiere, modernos en tanto románticos y adversarios del clasicismo académico.
El artista bodeleriano es un atormentado sujeto descontento con el mundo, que lucha contra la rutina desde el dolor, el genio, la novedad y la revelación, por medio del mito, del divino secreto que anida en el alma humana. De ahí su familiaridad con el wagnerismo, que considera el arte como la religión moderna, restauradora del antiguo paganismo dionisíaco, un ritual cuyo sacerdote es el artista. A su vez, lo mismo que entre los románticos, el arte es igualmente obra y crítica, acción y autorreflexión, con lo cual evita la sumisión del creador a cualquier cuerpo de doctrina previo, sea religiosa, moral o político. En Baudelaire incluso puede llegar a pactar con el Demonio. Mejor dicho: con Monsieur Satán.
Por todo esto, el escritor ve paradójicamente modélico al compositor, “el representante más verdadero de la naturaleza moderna.” Léase: voluntad, deseo, concentración, interioridad nerviosa, explosión, genialidad como exceso e inmoderación. Etiqueta: modernismo. Se trata de algo novedoso que, como ocurre siempre con ello, es considerado absurdo hasta que la multitud acaba por adoptarlo apasionadamente. De nuevo, la figura militar: de la derrota en una batalla a la victoria en la guerra. Como digresión cabe recordar que Baudelaire se manifestó adversario al uso de la palabra vanguardia en cuestiones estéticas, justamente por provenir del léxico castrense.
Los románticos iniciales, alemanes todos ellos, señalaron la música como el paradigma de las artes. Un artista habría de ser, ante todo, un músico. La música es la que da color a la pintura, trama y urdimbre a la palabra y predisposición intelectual a las ideas. Pero no es cuadro ni poema ni filosofía. No lo es porque lo es todo y lo que es todo no es nada peculiar. Si algo puede identificarse como musical en cualquier otra disciplina es, por justicia, el efecto musical, que Baudelaire denomina analogía cósmica. La naturaleza consiste en el todo donde cada cosa es el eco de otra cosa, una analogía recíproca que resulta igualmente el ejercicio constante y vital de la naturaleza: su dinámica unidad simbólica. Es el entretejido de aquellos componentes, su cañamazo, su textura, su esencia: el elemento musical. Y pensar que todo empezó con una rechifla en la Ópera de París, allá por 1861. ¶
Blas Matamoro