BARCELONA / Lady Macbeth vuelve al Liceu entre aguas negras
Barcelona. Gran Teatre del Liceu. 27-IX-2024. Ángeles Blancas, Ladislav Elgr, Alexei Botnarciuc, Ilya Selivanov, Scott Wilde, Goran Juric, Paata Burchuladze, Mieria Pintó, Núria Vilà, José Manuel Montero. Coro y Orquesta del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Josep Pons. Dirección de escena. Àlex Ollé. Shostakóvich: Lady Macbeth del distrito de Msensk.
Vuelve al Gran Teatro del Liceu, inaugurando su temporada, la genial Lady Macbeth del distrito de Msensk, segunda y última ópera de Dimitri Shostakóvich, condenada al ostracismo por Stalin. La ópera cosechó un éxito rotundo en su estreno en el Teatro Mary de Stalingrado el 22 de enero de 1934 y poco después en Moscú, donde alcanzó más de cien representaciones en menos de un año. Pero el anónimo y demoledor artículo publicado en Pravda en 1936 bajo el título Caos en la música, que descalificaba la orientación moral y estética de la obra, a la que etiquetaron de pornofonía por el vigoroso retrato sonoro de la escenas sexuales, condenó al ostracismo a esta innovadora ópera, una de las mejores del siglo XX. Shostakóvich, cuya figura se agiganta con el paso del tiempo, realizó en 1963 una versión suavizada, Katerina Ismailova, que se estrenó en el Liceu dos años después. La versión original, mucho más libre y audaz, tardó mucho en llegar al coliseo barcelonés; se estrenó en 2002, en un memorable montaje con puesta en escena de Stein Winge y dirección musical de Alexandr Anissimov, que fue grabado y editado en DVD (Emi).
Àlex Ollé, artista residente del Liceu, firma una nueva producción con una impactante escenografía de Alfons Flores, maravillosamente iluminada por Urs Shönebaum, que llena de agua el suelo del escenario. Una piscina de 10.000 litros de aguas freáticas, que será muy sostenible, pero que cuesta un pastizal, por la que transitan los personajes, chapoteando o mojándose, también orinando y vomitando; esas aguas negras son una doble metáfora de la inmundicia y depravación familiar y social que ahoga los anhelos de libertad de Katerina Ismailova, aislada en su dormitorio desde la escena inicial, y de la negra conciencia de una mujer que va dejando cadáveres en su viaje hacia una destrucción final. Una Lady Macbeth que, en un gesto muy shakespeariano, se lava las manos tras el crimen. El eficaz uso de paneles agiliza el cambio de escenas a un ritmo cinematográfico. Ollé narra la trama como un thriller de perturbadoras e inquietantes imágenes, algunas de ellas de gran carga poética gracias al reflejo de las aguas removidas; pero otras rozan el absurdo, como ese final de camas con lámparas en ascenso en una prisión siberiana que parece un hotel. Lo peor es que en muchos pasajes, la propuesta escénica distorsiona, o literalmente devora, la esencia de la música de Shostakóvich, que es profundamente rusa. Se evaporan las recreaciones de la música folclórica que el compositor maneja con extraordinaria habilidad (la escena de la boda, sin ir más lejos) y en cuestiones de identidad, siendo una ópera rusa por los cuatro costados, este montaje las rehúye y banaliza con sus ropajes de modernidad.
Frente a los caprichos de Ollè que alteran el libreto -aumenta las dosis de violencia y sexo con ínfulas tarantinianas y acaba la ópera con Katerina degollando a Sonietka antes de suicidarse-, Josep Pons sirve el universo musical de Shostákovich en estado puro. Todas las audacias, el dramatismo y la fuerza emocional con las que el compositor retrata el alma y la condición de los personajes, realizando un ejercicio de virtuosismo orquestal de asombrosos matices e impulso rítmico, con trazos satíricos y ásperas disonancias, cobra vida en el foso, con una orquesta entregada, en muy buena forma y atenta a las indicaciones de un director que conoce a fondo el mundo sinfónico de Shostakóvich.
Es una ópera ambiciosa, con muchos papeles que exigen un minucioso trabajo de equipo y, en esta ocasión, el lucimiento de un coro, dirigido por Pablo Asante, que abre la temporada con una soberbia actuación. La soprano Ángeles Blancas hace suyas las tensiones y emociones desatadas de Katerina con gran energía y presencia escénica: el papel es agotador y lleno de aristas, porque es ópera trágica y a la vez lírica, y en ese lirismo asoma una mujer solitaria y atormentada. Como actriz está imponente y en lo vocal, algo inestable al inicio, va a más a lo largo de la representación. No hay una química especial con el tenor Ladislav Elgr, un Serguei desgarbado en lo teatral y muy irregular vocalmente. Buen trabajo del bajo Alexei Botnarciuc en su caracterización de Boris Ismailov, el repugnante suegro de Katerina, y del tenor Ilya Selivanov como Zinovy. La escenografía abierta va contra las voces, cuya proyección queda limitada frente a una orquesta que es un torbellino. A destacar las prestaciones de José Manuel Montero (un trabajador harapiento), los bajos Scott Wilde (jefe de policía) y Goran Juric (pope), la mezzosoprano Mireia Pintó (Sonietka) y la soprano Núria Vila (Aksinia). El bajo Paata Burchuladze (viejo prisionero) no puede ocultar el desgaste de una voz que fue monumental y ahora apenas se reconoce.
La fuga de espectadores en el descanso y un aforo con centenares de butacas vacías es el elemento más perturbador de los tiempos que vive el Liceu. Hace dos décadas, la masa de aficionados y abonados que acudía al teatro, aunque la ópera no fuera de las más conocidas, era mucho mayor.
Javier Pérez Senz