BARCELONA / ‘GLIA’, de Maryanne Amacher, el público como cuerpos resonantes
Barcelona. L’Auditori. 07-III-2024. Maryanne Amacher: GLIA. Ensemble Contrechamps. Ensemble Zwischentöne. Bill Dietz, ingeniero de sonido.
Más libre de peajes que la programación contemporánea oficial de Madrid, L’Auditori de Barcelona, a través primero de su ciclo Sàmpler Series, y ahora también de la serie Subsònic, se adentra con apreciable arrojo en la música actual no solo desde la perspectiva del estreno, también desde la mirada al inmediato pasado. Es así como, con diferencia de solo unos días, se ha podido disfrutar de la icónica Music for 18 musicians, de Steve Reich, del ciclo Machaut-Architekturen, de José María Sánchez-Verdú y también de la obra que centra estas líneas, GLIA (2005), de la artista sonora Maryanne Amacher (1938-2009).
Dada a conocer GLIA en su forma original en el Festival MaerzMusik de Berlín, músicos de dos conjuntos confluían para esta nueva puesta en vivo (que se llevó a cabo en dos tardes en la sala 4 de la institución); un septeto integrado por solistas de los ensembles Contrechamps y Zwischentöne; todos ellos bajo la dirección e intervención en la electrónica en vivo del ingeniero de sonido Bill Dietz.
Formada con Stockhausen y, durante unos años, cercana al círculo de John Cage, Amacher progresivamente se fue aislando de la academia, también de sus derivadas más iconoclastas en forma del modernismo estadounidense, para centrarse en la psicoacústica y, a consecuencia de esta, en la otoacústica; esto es el estudio de las sonoridades que estimulan los elementos que integran nuestro oído. El objetivo, en todo el reducido catálogo que nos legó la autora, no fue otro que el de resituar al oyente como un vector más del campo de creación; redimensionándolo como un necesario interfaz para completar la composición.
Es así como surgirá su obra GLIA, viaje de 80 minutos que conllevó a la compositora no pocos quebraderos de cabeza en tanto que, conocida en su complejidad y basteza, se trata de la partitura más ambiciosa que abordó. Apreciábamos, gracias a la fonografía, sus piezas puramente investigativas en dos discos de Tzadik Records, en los que también se recogen amplios fragmentos de su trabajo instalativo. Más recientemente, Blank Form Editions rescataba Petra, una densa y atractiva, aunque en cierto modo previsible, composición para dos pianos explorados en sus registros más abisales y resonantes.
En todo caso, Amacher sigue hoy siendo más un terreno propio de los investigadores que del público, toda vez que, en su ausencia, muchas de sus obras quedan como invenciones abocetadas e imaginadas por quien ya no nos acompaña en este plano. Fue el compositor Peter Ablinger quien empujó para alumbrar GLIA, en su única presentación hasta la fecha, en 2006. Tres años después fallecía cuando repensaba su creación a estímulo de quienes ahora, dada su cercanía y profuso conocimiento, han decidido remontarla.
Despejada de asientos –y, con ello, desprovista de convencionalidad– la sala Alicia de Larrocha de L’Auditori recibía al auditor con su espacio diáfano y en semioscuridad, también con los siete músicos dispuestos en escaleta de manera ceremonial, sentados y expectantes durante largos minutos. Frente a ellos, el laboratorio de Dietz que habría de completar con una feroz electrónica el aparato instrumental. Ya en esta disposición podía pensarse en la afinidad, puntualísima en esta pieza, con Stockhausen y la escrupulosa disposición de sus músicos en tantos capítulos emanados de su heptalogía LICHT.
Lo que luego acaeció vino del silencio, de diez iniciales minutos en los que los instrumentistas de cuerda –con la violonchelista Lucy Railton en el centro– apenas musitaron con los arcos buscando una mínima vibración que recogió Dietz para devolverla en forma de colchón sonoro de imponente efecto dramático. La posible cercanía escultórica con una esteta del sonido como Éliane Radigue quedó ahí. A Amacher le interesó la fenomenología física del sonido y el público, en GLIA, debía asumir su papel como una interfaz glial entre los elementos acústicos y electroacústicos. Es por eso que, durante la obra, puntualmente, llegaban oleadas de emisiones otoacústicas -que podían ser esquivadas por tapones para los oídos- con el afán de excitar nuestra natural interfaz neural, de una forma similar a como las células gliales del cerebro ejercen de neurotransmisores. A estos tonos repiqueteantes y agudísimos se empeñaban también los dos acordeonistas y los dos flautistas (provistos de flautín), deambulando entre los asistentes y reuniéndose espontáneamente buscando el acople, el fenómeno acústico que serpentea por una creación que no rehúye necesarios remansos.
GLIA mantiene el pulso y la tensión durante un extenso tiempo, y aun se permite un recomenzar a mitad de la ejecución que genera un instante de desconcierto, también una exigencia para el auditor, que debe volver a penetrar en una obra que vuelve a desplegarse cuando quizás creía agotada. Amacher era –o parecía– consciente de la envergadura de su empresa. Por eso, en racimo, hace concesiones a tentativas puramente modernistas y, en principio, ajenas a su práctica, como dos enloquecidos, furibundos, pasajes de violencia en las cuerdas de reminiscencia xenakiana. Aunque parcialmente ahogados por la apisonadora electroacústica estos se dejaron oír y, sobre todo, surgieron de la nada, como una combustión inesperada; lo que estéticamente favoreció un enrarecimiento visual y auditivo que mantuvo un fenomenal nivel durante todo el proceso de escucha de esta obra grande y vivencial cuyas resonancias, primero físicas, después ya tamizadas por el recuerdo, seguirán siendo colosales en quienes se decidieron a experimentarla.
Ismael G. Cabral