BARCELONA / Dudamel trae al Liceu un irregular ‘Fidelio’ inclusivo para público sordo y oyente
Barcelona. Gran Teatre del Liceu. 26-V-2024. Tamara Wilson/Amelia Hensley (actriz), Andrew Staples/Daniel Durant, James Rutherford/Hector Reynoso, Gabriela Reyes/Sophia Morales, David Portillo/Otis Jones, Shenyang/Giovanni Maucere, Patrick Blackwell/Mervin Primeaux-O’Bryant. Coro de Manos Blancas. Cor de Cambra del Palau de la Música. Coro del Gran Teatre del Liceu. Filarmónica de Los Ángeles. Director musical: Gustavo Dudamel. Director de escena y concepto: Alberto Arvelo. Versión semiescenificada. Ludwig van Beethoven: Fidelio.
El retorno de Gustavo Dudamel al Gran Teatre del Liceu para dirigir Fidelio al frente de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles ha generado las máximas expectativas. En la sala, llena, a pesar de los prohibitivos precios (de 10 a 299 euros), se esperaba vivir algo grande. La única ópera de Ludwig van Beethoven llevaba muchos años ausente del cartel liceista: el último montaje escenificado tuvo lugar en mayo de 2009 bajo la espléndida dirección musical de Sebastian Weigle, con puesta en escena de Jürgen Flimm y con Karita Mattila y Clifton Forbis como pareja protagonista.
Había muchas ganas, pues, de disfrutar Fidelio con una orquesta de lujo en el foso y un director carismático que en Barcelona ha dirigido las sinfonías del genio de Bonn en el Palau y en el Liceu ha protagonizado grandes veladas dirigiendo dos óperas de Giuseppe Verdi –Il trovatore en 2020, en plena pandemia, y Otello en 2021– y La flauta mágica, de Wolfgang Amadeus Mozart, en 2022. El famoso director venezolano es la gran apuesta personal de Víctor García de Gomar, director artístico del coliseo barcelonés, para disparar el listón mediático en sus temporadas. Y sigue funcionando en taquilla a las mil maravillas.
La propuesta tenía, además, carácter innovador: una producción semiescenificada inclusiva creada tanto para público sordo como oyente, concebida y dirigida escénicamente por Alberto Arvelo. El reto era grande. Un acceso sin precedentes al mundo de la música para espectadores sordos y con problemas de audición que podían asistir a una función de Fidelio interpretada íntegramente en lengua de signos internacional. Una ópera explicada a partir de la música y la poesía gestual de la lengua de signos americana, un punto de unión espiritual para romper barreras y explorar otro mundo comunicativo. El espectáculo, realizado en colaboración con el Deaf West Theatre de Los Ángeles y el Coro de Manos Blancas de El Sistema de Venezuela –dirigido por María Inmaculada Velásques Echeverría–, cuenta además con el Cor de Cambra del Palau de la Música, dirigido por Xavier Puig, y el Coro del Liceu, dirigido por su titular, Pablo Assante.
Las intenciones eran buenas, pero artísticamente el espectáculo no acabó de funcionar. Los actores en idioma de signos que doblaban en escena a los cantantes –y lo hacían con entusiasmo– crearon no poca confusión: la ausencia de recitativos, solo transmitidos por los actores, con los cantantes como convidados de piedra, lastró la continuidad dramática de la ópera, con silencios para el público oyente que rompían la atmósfera de un discurso musical que quedaba fragmentado. Los silencios resultaron letales para mantener la tensión que genera la música de Beethoven. Tampoco la dirección de actores clarificó la acción y, encima, el vestuario de colores blancos para los cantos y tonos oscuros para los actores, remitía a la estética kitsch de musical hippie de los años sesenta del pasado siglo.
Quienes pensábamos tocar el cielo con el sonido de la Filarmónica de Los Ángeles tuvimos que bajar al mundo terrenal de una buena orquesta que cumplió profesionalmente, con mejores resultados en cuerdas y maderas y algunas aristas en los metales, y sin ese plus de pasión y brillo que pide Beethoven en muchas escenas.
Dudamel combinó momentos de alta intensidad dramática con pasajes de finura y transparencia mozartiana y algunos desajustes. Los silencios rompían la atmósfera y muchos contrastes perdían fuerza por esa ruptura de la acción teatral. El maravilloso cuarteto Mir ist so wunderbar no alcanzó su sublime expresividad, la gran escena de Leonora tuvo altibajos, y el estremecedor coro O welche Lust pasó sin pena ni gloria. Curiosamente, en el segundo acto todo sonó con más fuerza e intención dramática, mejor conjuntado, con un dúo de Leonora y Florestan de muchos quilates y un final exultante.
La soprano Tamara Wilson, de sólidos medios, fue una Leonora expresiva y segura que convenció mucho más en el O namenlose Freude que en su gran aria del primer acto. Muy irregular el tenor Andrew Staples como Florestán, con problemas de afinación y empaque vocal en su única y crucial escena; convenció más en el dúo con Leonora, con mayor potencia. El canto noble y bien controlado del bajo-barítono James Rutherford, que dio relieve a un bien matizado Rocco, fue mucho más notable que las solventes actuaciones del bajo-barítono Shenyang (Don Pizarro) y el también bajo-barítono Patrick Blackwell (Don Fernando). La soprano Gabriela Reyes y el tenor David Portillo aportaron frescura y musicalidad a los papeles de Marzelline y Jaquino. Buena respuesta de los tres coros, que habrían brillado más con una colocación más favorable en el desnudo escenario.
Javier Pérez Senz