Arias olvidadas: Philippe Jaroussky, entre tardobarrocos y preclásicos

En su reciente recital en De Singel (Amberes), espléndidamente acompañado por Le Concert de la Loge y su director Julien Chauvin, el contratenor francés Philippe Jaroussky abordó un ámbito musical diferente del suyo más habitual, pero que ya había cultivado en algunas ocasiones. Su curiosidad y su deseo de conocer y dar a conocer lo han conducido desde muy temprano a una labor musicológica rigurosa y fructífera y al descubrimiento en archivos y bibliotecas de partituras y autores preteridos. A este espíritu responde el título Arias olvidadas, y a fe que muchas de ellas lo estaban y hemos de celebrar aquí ante todo su recuperación.
A las puertas del Año Mozart 2006, en que se festejaron los doscientos cincuenta de su nacimiento, un experto en el genio de Salzburgo, el musicólogo y cantante alemán Wolfgang Antesberger, publicó en Múnich un libro con el provocador título deVergessen Sie Mozart! (¡Olviden a Mozart!), con un subtítulo alusivo a los compositores de éxito que fueron contemporáneos suyos, muchos de ellos más famosos e influyentes en la época que Wolfgang Amadeus, y cuyo conocimiento es desde luego imprescindible para la justa comprensión de este y de su tiempo.
Un comentador alemán reconstruía dicho título, de una forma menos traviesa, con las palabras “o mejor, acuérdense de…”, seguidas de los nombres de algunos de aquellos compositores que han pasado a la historia agrupados bajo el epígrafe de ‘preclásicos’, ‘protoclásicos’ e, incluso, ‘premozartianos’ y en gran (e injusta) medida olvidados.
Los diez músicos elegidos por Antesberger para su libro fueron Johann Adolf Hasse, Niccolò Jomelli, Tommaso Traetta, Johann Christian Bach, François-André Philidor, Vicente Martín y Soler, Giovanni Battista Martini, Joseph Martin Kraus, Adalbert Gyrowetz y Joseph Eybler. Es decir, italianos, alemanes, un francés, un español, un austriaco y un bohemio, los cuales, como la mayoría de sus contemporáneos, recorrieron toda Europa ocupando altos cargos, presentando sus obras y recogiendo y esparciendo influencias e ideas por doquier. Pero la enumeración —no hace falta decirlo— podría ser mucho más larga.

La lista coincide en parte con el programa de este concierto, en el cual hemos disfrutado de muestras del bien hacer de los cuatro primeros, seguramente los más difundidos del período, más primicias de tres compositores de los que apenas se sabe nada: Andrea Bernasconi, nacido en Marsella (según los diccionarios de música de Bertil van Boer y Andrea Della Corte), Giovanni Battista Ferrandini, veneciano —ambos muy vinculados con Múnich—, y Michelangelo Valentini, napolitano. Y precisamente a los dos últimos corresponden las dos piezas en las que este concierto, aun dentro de la excelencia de la selección, ha alcanzado mayor altura, además de constituir una sorpresa y un verdadero descubrimiento: sólo por conocer ambas y deleitarse con la sensible y sabia interpretación de Jaroussky ya sería ésta una ocasión única. Por otra parte, el sabor y el aroma de este concierto han tenido, en general, más de postbarroco o incluso tardobarroco que de preclásico —como corresponde a las fechas de las obras elegidas, la más antigua de las cuales es de 1748 y ninguna es muy tardía—, de tal modo que enlaza muy ilustrativamente con un mundo, el del Barroco, que no es sólo un soberbio pasado sino —todavía— un presente lleno de posibilidades.
Muchas veces se ha comentado la profecía que hizo Hasse en Milán en 1771, refiriéndose a un Mozart quinceañero: “Este chico hará que nos olviden a todos”. Así sucedió, por desgracia. Ya metidos en el siglo XXI es preciso todavía recordar los méritos propios de una legión de compositores cuyas obras apenas se programan, editan y graban, hurtándolas al conocimiento y disfrute de un público más amplio; se han hecho grandes avances, aunque a todas luces insuficientes. Todo acontecimiento —una investigación, una publicación, una grabación o un concierto como el que aquí comentamos— ayuda a sacarlos de ese limbo en el cual todavía son considerados con harta frecuencia como precursores o Kleinmeister, pequeños maestros, denominación peyorativa concebida para compararlos con los grandes iconos del Clasicismo.
Ya las mismas denominaciones referidas más arriba son injustas e implican la viciosa visión de la historia desde delante hacia atrás, una visión teleológica funesta sobre todo para las artes y en la cual se evalúa el arte de una época o momento en función no de lo que ha llevado a él sino de lo que ha de venir después, es decir, al servicio de un supuesto progreso y de una línea evolutiva clara y definida, como si se tratase de organismos que obedecen a leyes naturales. Comprimidos entre las glorias insuperables del Barroco por un lado, y la ‘reforma’ de Gluck y sobre todo la genialidad de Mozart por otro, estos compositores, cuyas carreras ocupan y en algunos casos rebasan la segunda mitad del siglo XVIII, siguen siendo víctimas de una consideración ancilar y convertidos de sustantivos en adjetivos, como mera preparación del nuevo mundo del Clasicismo, la época de Haydn, Mozart y Beethoven.
Pero es el de aquellos un terreno ambiguo que, como todas las ambigüedades, da mucho de sí; a caballo entre dos mundos —las tradiciones continuadas por el Barroco tardío y las innovaciones que, de forma gradual y no concertada, se van formulando—, hacen gala de originalidad y personalidad dando forma a una gran diversidad de estilos, conceptos e intenciones y a diferentes estéticas; en suma, constituyen un período rico y variado en el que incluso a los barroquistas más empedernidos nos merece la pena adentrarnos, sobre todo cuando le dan vida interpretaciones tan exquisitas y ajustadas como las de Philippe Jaroussky. La combinación —bien perceptible en su selección— de elementos tardobarrocos, galantes y preclásicos, elementos de la tradición, de la ‘reforma’ gluckiana y del cambio general de gusto, en distintas y variables proporciones, nos ofrece una paleta sonora que sorprende y complace a cada paso, vestida por la calidad musical intrínseca de los resultados. Gracias a programas como este, demasiado infrecuentes, es posible descubrir y valorar adecuadamente a estos formidables artistas.
En las décadas centrales y algo más del XVIII, desde que en el Barroco empiezan a bullir las novedades dentro de su lenguaje habitual, hasta la consolidación del Clasicismo, hay muchas tendencias que coexisten y se solapan, y entre las cuales los límites son poco claros o no existen; hay músicos tardobarrocos que viven hasta bien avanzado el siglo, en tanto que Mozart está componiendo obras ‘maduras’ en 1770… a los catorce años. Y es frecuente que un autor pase de un estilo a otro, también en función del género musical, pues el religioso, por razones obvias, está más apegado a las formas tradicionales —aunque se seculariza hasta cierto punto y en general suscita menos interés en la época de la Ilustración— y no puede prescindir del contrapunto. Wilhelm Friedemann, el mayor de los cuatro hijos compositores de Bach, cultiva tanto un estilo más conservador como los nuevos más destacados, el galante y el empfindsame Stil, combinando rasgos, como hace también su medio hermano Johann Christoph Friedrich.

La identificación del Estilo Galante con el Rococó tiene buen fundamento, pues son análogas la estética y la sensibilidad que se pueden descubrir en las artes plásticas de esta modalidad y en la música de autores como Johann Christian Bach, el menor de los cuatro hermanos o medio hermanos —pues son dos de Maria Barbara y dos de Anna Magdalena—; este estilo, para el cual se usa la etiqueta ‘galante’ desde el mismo siglo XVIII y que impregna el hacer de numerosísimos compositores de todos los países, muestra características que se desarrollarán en el Clasicismo, tales como melodías periódicas, contrastes temáticos o texturas homófonas —pero sin los excesos doctrinarios de la reforma gluckiana—, a la par que derrocha buen gusto, elegancia, gracia y refinamiento, cultivando sobre todo los matices en una atmósfera de claridad y frescor. Con estos rasgos y el nombre de Bach junior al frente como su más excelso representante, se comprenderá lo inadecuado de las acusaciones de superficialidad y ligereza que se han vertido sobre esta tendencia, que irradia en grado sumo el gozo y el goce de la música.
Es sin duda la corriente más atractiva del período y la de mayores consecuencias: el musicólogo estadounidense Daniel Heartz, experto en Rococó, Mozart y Escuela de Viena, en su libro sobre el tema expande el Estilo Galante entre 1720 y 1780. Debemos matizar que el término ya lo había aplicado a la música en 1708 Johann Gottfried Walther en sus Praecepta der musicalischen Composition: curiosamente un autor alemán, a pesar de ser el Rococó una creación francesa hasta la médula; como es sabido, la influencia de la cultura y el gusto franceses es poco menos que omnipresente y se hace sentir en toda Europa y, para lo que más nos interesa, singularmente en varios de los nuevos centros que adquieren, mantienen o incrementan su relevancia en la época: Parma, Stuttgart, Múnich, Berlín, Dresde, Mannheim o Praga, y más lejos Madrid —gracias a Farinelli—, Estocolmo o San Petersburgo. En ellos, la música francesa comparte protagonismo con las novedades alemanas que atañen a la música instrumental y a la orquestación, donde la evolución es más rápida debido al desarrollo técnico de los instrumentos y a la incorporación de otros nuevos con sus nuevos timbres, en tanto que la ópera es deudora más tiempo del Barroco con sus estructuras consolidadas.
En el ámbito alemán se gesta el empfindsame Stil o estilo sensible o sentimental pero que pone su empeño en una mayor intensidad emocional y se vale de tensiones y contrastes en temas, motivos, dinámicas, tonalidades (dentro de una preferencia por las menores) y Affekten, en el camino hacia el Sturm und Drang, movimiento literario que reacciona contra el Racionalismo y el Clasicismo franceses y que aparece en 1774 con la publicación del Werther de Goethe. El apellido más glorioso de la historia de la música tiene también aquí su sitio, pues es Carl Philip Emanuel Bach el exponente más reconocido y admirado de esta corriente, aparte de no ser nada homogéneo y sí un dechado de imaginación creativa. A diferencia de Johann Christian —del que fue profesor: el quinto y el decimoctavo hijo de Johann Sebastian se llevaban veintiún años—, no cultivó la ópera, pero su impresionante música religiosa, sobre todo sus pocos oratorios, muestra un formidable manejo de las voces. La producción de ambos hermanos y de ambos estilos, en fin, es asombrosa (la de Carl Philipp Emanuel no cesa de deparar sorpresas); no debemos hacer caso del influyente filósofo y matemático suizo Johann Georg Sulzer, quien en las décadas de 1760 y 1770 critica en sus teorías estéticas el Rococó como superficial y moralmente vacuo y el estilo sentimental como licencioso y hedonista.
Este complejo y rico panorama relativiza sin duda bastante las innovaciones atribuidas a la ‘reforma’ de Gluck, que en buena parte de la bibliografía aparece desde hace algunos años entre comillas, poniendo salutíferamente en cuestión aquellas ínfulas de ‘regenerar’ la ópera. Sus efectos fueron limitados en sus consecuencias, además de que su versión más radical se dio sobre todo fuera de Italia y por ende tuvo escaso eco en la ópera que allí se hacía. La simplificación que propugna —reaccionando a los supuestos excesos de la ópera barroca— tiene que ver ciertamente con la necesidad de atraer a unos públicos ahora más amplios y se teme que poco dispuestos a atender a las complejidades intrínsecas del género triunfante, la “ópera seria”. Es el momento de recordar que la ópera buffa —que privilegia el diálogo sobre el aria, así como la acción viva y el lenguaje simple— lleva otra marcha e influye en los intentos de modificar la seria, pero que, aun presentando conflictos más próximos al espectador medio, no ofrece muchas veces situaciones y personajes menos disparatados o más verosímiles que en las óperas serias más apegadas a la proverbial fantasía barroca.
La idea básica de los reformadores, al tiempo que redefinir la relación entre drama y música con ventaja del primero, es la vuelta a unos imaginarios orígenes en la antigua Grecia —como pretendían los esfuerzos de la Camerata Fiorentina en los tiempos de la creación del género, sólo que entonces se toparon con el genio de Monteverdi— y corregir lo que entienden como corrupción y decadencia, propiciadas por la dictadura de los cantantes y la exhibición de su virtuosismo por medio de la ornamentación, improvisada o no, que añaden a cadencias y arias da capo. La falacia se cifra en que pretenden volver a una sencillez clásica que creen encontrar en el arte de la Antigüedad: es una época de publicaciones fundamentales para la configuración del nuevo gusto, entre ellas las de Winckelmann (1755 y 1764) -que tiene antecedentes menos famosos, como el conde Caylus- y las excavaciones de Pompeya y Herculano.
La “noble sencillez y serena grandeza” que Winckelmann creía ver en el arte griego pasaban por la elevación de la blancura de sus producciones arquitectónicas y escultóricas a ideal, al desconocerse que unas y otras estaban policromadas. Dichas confusiones tiñen —nunca peor dicho…— las creencias que subyacen a esta concepción. Hace casi un siglo se sugirió que Winckelmann y Gluck se habrían conocido en Roma en 1756; tuviera o no lugar aquel encuentro, el signo de los tiempos los conduce a ambos por el mismo camino. Las inquietudes que se perciben en el mundo musical —y no son exclusivas de Gluck— se inscriben en un deseo general de renovación del teatro, visible en textos de Diderot, Rousseau y otros y que comparten con el actor Garrick y con Noverre y Angiolini, creadores del ballet d’action.
Por otro lado, la inclusión de elementos de la ópera francesa —más presencia de ballets, coros y conjuntos— está en marcha antes de que el muy viajero Gluck se instale en 1752 —más adelante como Kapellemeister de la corte— en Viena, donde hallará espíritus afines en Durazzo, director de los teatros imperiales, el libretista Calzabigi y el coreógrafo Angiolini, además de su futuro Orfeo, el castrato Guadagni, según Burney discípulo de Garrick en Londres. Progresando en su personal síntesis de lo italiano y lo francés —que arranca en las tres llamadas óperas de la reforma, la primera de las cuales es Orfeo ed Euridice (1762)—, en la década de los 70 creará en París sus óperas más a la francesa, así como versiones en francés de sus óperas de Viena.
El meollo de la cuestión es que la reforma se articula en los términos de un ideal dramático literario y sus impulsores, que son hombres de letras en muy gran medida, propugnan volver, con mayor radicalidad, al axioma prima le parole, poi la musica, herencia del viejo debate sobre la primacía de la música o del texto, debate al que Monteverdi da esa respuesta en su segunda prattica, en tanto que Salieri, otro compositor injustamente preterido, repartirá leña para todos en su ópera corta o divertimento teatrale titulado precisamente Prima la musica e poi le parole (1786).
Los poetas referidos piensan en la tragedia griega y en la tragedia clásica francesa: tanto la Accademia dell‘Arcadia —fundada en Roma en 1690— como Francesco Algarotti, autor de un Saggio sopra l’opera (1755) cuyos principios repetirá casi exactamente Gluck, o mejor Calzabigi, que al parecer es el encargado de la estrategia pública, pues los prefacios de Alceste y Paride ed Elena, las otras dos óperas de la reforma, aunque vayan firmados por el compositor se ve en ellos con fundamento la mano del poeta de Livorno, que por otra parte tiende a presentar los éxitos de las óperas gluckianas como un trabajo de equipo y no pierde ocasión de destacar su parte.
Para Algarotti —de lectura muy recomendable e incluso festiva para todo el que conoce bien las maravillas de la opera seria barroca—, la ópera se había tornado monstruosa y grotesca; él se siente llamado a corregir los abusos y eliminar la afectación y diversos ornamentos, que han sustituido las “bellezas varoniles y nobles por sonidos blandos, tiernos y licenciosos”: a la cargante porfía por lo ‘varonil’ hemos hecho referencia en otros lugares; he aquí una nueva aparición del tópico. Y hemos de citar otro expresivo pasaje suyo al respecto: “El arte verdadero prescribe que el oficio de los cantantes sea cantar, no gorjear y florear las arias”.
A su juicio, el poeta debe dirigirlo todo; el compositor actúa despóticamente —la realidad era que pintaba mucho menos que los gobernantes, los empresarios, los libretistas y los propios cantantes—. Los defensores de la superioridad del texto culpan a los compositores y más que a nadie a los cantantes: recordemos que Calzabigi motejó al gran castrato Guadagni —el alma de su Orfeo ed Euridice en 1762 y que tuvo tan gran parte en su éxito— de birbante (bribón), amén de diversas descalificaciones dirigidas a otros, para justificar el cuasi fracaso del Telemaco de Gluck, con libreto de Coltellini, discípulo del propio Calzabigi, en 1765.

Y también culpan de esa ‘decadencia’ a los (demás) libretistas: la inquina de Calzabigi contra Metastasio, que sepamos al menos desde 1767 y tras numerosas menciones más que elogiosas —como su amigo de larga fecha y editor que había sido—, hace sospechar si no estaría celoso de su prestigio, al margen de que las críticas de los reformadores aludan a argumentos complicados, situaciones y personajes estereotipados, retórica y artificialidad, discursos floridos y lecciones morales. La persecución de Calzabigi no cesó con la muerte del romano y en ella se mezclan difamaciones infundadas, lo cual abona nuestra hipótesis de cierto envidioso deseo de segarle la hierba debajo de los pies. Pero la treintena de melodrammi de Metastasio reinó sin rival durante casi cincuenta años y durante el XVIII se compusieron casi novecientas óperas sobre sus textos. Los del concierto que aquí comentamos se deben todos a él, incluyendo el de la propina, un aria de Il re pastore de Gluck, bien que muy anterior a la reforma, pues es de 1756. Las dos últimas arias del programa proceden de las versiones de Jommelli y Johann Christian Bach de su obra maestra Artaserse, que inspiró nada menos que noventa óperas desde la de Leonardo Vinci (1730), una joya del Barroco tardío que lo es doblemente merced a la interpretación de Jaroussky y un auténtico dream team en 2012.
El propósito de someter la música al texto está bien explícito en las diversas declaraciones de intenciones: la famosa carta de Gluck al Mercure de France (1773) afirma sin rubor que la música “no tiene otra función que expresar lo que resulta de las palabras”. A fin de cuentas, por huir de unas convenciones —que han demostrado ser fecundas, creativas y más flexibles de lo que a veces se reconoce, y ahí está la riqueza de siglo y medio largo de ópera barroca— caen en otras, con la agravante de una actitud doctrinaria, a la vista de los resultados ciertamente cuestionable. En realidad, caen en lo mismo que critican; abogan por subordinar la música al drama o a la propiedad dramática censurando la anterior subordinación a la inversa, y eso implica renunciar al mismo equilibrio que presuntamente buscan, tratándose además de una forma artística que es, ante todo, musical.
Otra falacia tiene que ver con la sencillez o la simplicidad; en castellano, a diferencia de otras lenguas, existen dos palabras que son, como mucho, lo que en lingüística se denomina cuasisinónimos. Lo que se califica de sencillo no es a menudo más que simple, con otras connotaciones. Con todo, el empeño de los reformadores por lograr sencillez es asimismo cuestionable en cuanto al fondo (las historias y sentimientos humanos) y a la forma (la música que los expresa y comunica), pues no se puede expresar simple o sencillamente lo que es complejo, y los conflictos humanos que se desarrollan en las óperas no lo son. Un ejemplo pertinente es la sobrevalorada Che farò senza Euridice? del Orfeo gluckiano, aparte de la inanidad de la letra una melodía fácil y pegadiza, de escasa riqueza musical y poco convincente en cuando a sustancia dramática. En buena parte de la música adscrita a la ‘reforma’ de Gluck hay siempre algo plano, previsible y excesivamente simple; se deja atrás la magia del Barroco, se elimina no sólo el ornamento que se le antoja excesivo sino también el vuelo de la fantasía, y en consideración a unas limitaciones autoimpuestas se renuncia a los matices infinitos del Barroco.
Como ejemplo de esta ‘elementalidad’, cuenta Taruskin que Gluck aconsejó en cierta ocasión a un cantante que profiriera los tres gritos iniciales de Orfeo llamando a la difunta Eurídice en el tono de voz que usaría si le estuvieran cortando una pierna.
El recital de Jaroussky en De Singel empezó con dos arias del Demofoonte (1748) de Hasse (1699-1783), el más veterano del elenco, italianizado (se casó con la prima donna veneciana Faustina Bordoni) hasta el extremo —sin abandonar nunca su trasfondo germano—, desde 1730 maestro de capilla en Dresde, donde contó con una suntuosa orquesta elogiada por Rousseau como “la mejor distribuida y el conjunto más perfecto”, campeón del estilo napolitano-veneciano y sólo un paso más hacia el Clasicismo que Vinci; suyo fue el segundo Artaserse de Metastasio, estrenado en Venecia una semana después que el del calabrés y con Farinelli como Arbace. Compositor de enorme éxito y fecundidad —y uno de los favoritos de Federico “el Grande”—, ya Burney elogia su lirismo y su sentido de la melodía, rasgos por otra parte de la ópera napolitana, puédase o no hablar de ‘escuela’. El primero que puso música al libreto metastasiano de Demofoonte fue nada menos que Caldara en 1733; se han salvado del olvido en una u otra de sus numerosas versiones algunas de las arias, pero la suerte es que en 2019 la ópera entera fue recuperada en Český Krumlov (República Checa) como es debido y no con esas absurdas y espantosas ‘actualizaciones’ con harta frecuencia perpetradas por tantos directores de escena.

Es el caso de Sperai vicino al lido (acto I) —de la que ya contábamos con las deliciosas versiones jarousskianas de Vivaldi y un Gluck pre-reforma (1743) para Carestini— y sobre todo de Misero pargoletto (acto III), donde se expresan con melancólica intensidad las pasiones —rechazo, vergüenza y compasión— propias de la patética situación en que se encuentran: el príncipe Timante y su esposa, que tienen un niño, el ‘desdichado parvulito’ del título, creen descubrir que son hermanos, pero se impone el lieto fine y no hay tal incesto. La intensidad emocional que requiere fue maravillosamente transmitida por Jaroussky, que ya hizo una bellísima creación en la versión de Caldara, más ajustada a su color y tesitura por ser papel para soprano y no para alto. En 1759 compuso Johann Christian Bach una versión para incluir en el Demofoonte de Ferrandini; en 1770 Mozart hizo de esta sentida pieza un aria de concierto —dependiente, según nos parece, más de Hasse que de Caldara— y en 1813 llamó la atención de Schubert.
De Hasse también ha cantado Jaroussky el aria de bravura Vo disperato a morte, con su recitativo Se mai sentí spirarti sul volto, de La clemenza di Tito (como Tito Vespasiano en 1735; revisada a fondo en 1738 y 1759) y del oratorio La conversione di Sant’Agostino (1750), en su magistral álbum La vanità del mondo, el aria Il rimorso opprime il seno, que con su recitativo acompañado Sì, solo a te mio dio compone uno de los pasajes más hondamente dramáticos y conmovedores del caro Sassone.
En la producción de Jommelli (1714-1774) y Traetta (1727-1779), napolitanos ambos, hay una mezcla de elementos tradicionales e innovadores, y ahí, aparte de la calidad intrínseca de sus obras, está precisamente su interés, lo que hace especial a cada compositor de este período, frente a quienes tienen a estos dos grandes napolitanos por inferiores a Gluck porque no aplicaron al pie de la letra los principios reformistas de éste, que no son exactamente los suyos. No hay en ellos, como en ninguno de sus coetáneos, una ruptura con el modelo de ópera seria tradicional, que sigue siendo ‘ópera de cantantes’ —expresión que se ha usado en un sentido desdeñoso al que aquí nos complacemos en dar la vuelta— y el ornamento continúa siendo relevante, si bien desde Hasse ya se busca un mayor equilibrio entre lo vocal y lo instrumental. No obstante, estos compositores —al igual que Graun en Berlín— sí anticipan rasgos que luego el bohemo llevará a un planteamiento radical: buscan mayor coordinación de drama y música, dan preferencia al recitativo accompagnato, hacen más flexible la relación recitativo-aria y modifican el aria da capo, desarrollan —en parte por influencia alemana— las texturas y timbres orquestales; la ‘sinfonía” (obertura) va siendo menos independiente —como es, por ejemplo, en Haendel— y empieza a guardar relación tonal y temática con la obra operística a la que antecede, amén de dar más lugar a los elementos espectaculares de la ópera francesa (ballet, coros y conjuntos), de gran influencia en Alemania y el norte de Italia.

Esta anticipación lleva una vez más a relativizar la consideración un tanto mítica de la reforma gluckiana, que tuvo poca respuesta en los centros italianos en los que estaba consolidada la ópera que se suele denominar napolitana, aunque rebasa los límites de una escuela local. Ello sin olvidar que la ópera buffa va ganando preferencia sobre la seria, sobre todo precisamente en Nápoles. El estudio de Jommelli ha progresado mucho desde el libro clásico de Hermann Abert (1908), quien, al considerar las ‘óperas de la reforma’ de Gluck como el ideal, juzga progresistas las de Jommelli que se aproximan a dicho ideal y conservadoras las demás. Ahora que conocemos más música de Traetta y Jommelli —los que más claramente se adelantan a Gluck en rasgos luego atribuidos a este— y de otros grandes del período, estamos en condiciones de valorarlos más correctamente y evitar los extendidos prejuicios filogluckianos.
Estos compositores persiguen un nuevo ideal de música expresiva a través de la armonía, la modulación o la textura, es decir, de nuevas complejidades, no de la simplificación que propugnan Gluck y Calzabigi. Jommelli estuvo en Stuttgart entre 1753 y 1769 —como Traetta en Parma entre 1758 y 1764, ambos bajo la luminosa sombra de Rameau— y creó allí cuatro óperas innovadoras a la vez que algunas para Viena, donde también tenía poderosa presencia el estilo francés. Stuttgart y Parma eran centros de cultura francesa por influencia del gusto de sus respectivos gobernantes.

El concierto antuerpense terminó cada parte con una espléndida aria de bravura, la primera —tras su recitativo— Gemo in un punto e fremo de L’Olimpiade (1758) de Traetta y la segunda Fra cento affani del Artaserse (1749 y 1756) de Jommelli, ambas no tan adecuadas a las cualidades típicas de nuestro artista, como toda pieza de carácter brusco y violento y que requiera más energía que delicadeza, pero que de todos modos contienen pasajes donde puede lucir sus legendarias agilidades, como en Siam navi all’onde algenti, de L’Olimpiade (1764) de Bernasconi, que requiere un impecable dominio de la respiración.
La primera parte incluyó Se mai senti spirarti sul volto, de La clemenza di Tito (Bolonia, 1753) de Valentini, una aria bellísima que, situada además en una zona más aguda, permite a Jaroussky dar todas las cualidades y colores de su voz propia y natural; la segunda parte, Gelido in ogni vena de Ferrandini (quizá de un Siroe, re di Persia), pieza magistral que no tiene nada que envidiar a la versión de Vivaldi para su Farnace. Densa en dramatismo, pero de cuidada construcción sobre el ostinato de las cuerdas como un alusivo latido del corazón y la sangre, dejó espacio a modulaciones sutiles, momentos de suspensión de los instrumentos y una prodigiosa messa di voce tenue, incorpórea y proyectada, como a la medida de Jaroussky, que hizo una de sus exhibiciones de sensibilidad, musicalidad y elegante contención.
De Johann Christian Bach (1735-1782), el más italianizado de la familia y triunfador en el King’s Theatre de Londres con sus óperas italianas desde 1762 aunque menos popular en sus últimos años, nos deleitamos con Per quel paterno amplesso de Artaserse (1760), aria muy lírica y cantabile y ciertamente la más clásica del programa; Mozart hizo una versión del texto metastasiano (K79, manuscrito parcialmente suyo) con su recitativo, pero sin la segunda y última estrofa.
No es inoportuno recordar las demás incursiones de nuestro intérprete en el terreno ‘preclásico’: además de Mentre dormi amor fomenti (L’Olimpiade, 1778), un aria de íntimo y terso lirismo del checo Josef Mysliveček, quien también merece más reconocimiento, y del Orfeo de Gluck (versión de Nápoles 1774, adaptada de la de Parma 1769, ya modificada para el castrato soprano Millico), su principal contribución ha sido un primoroso disco de Johann Christian Bach —que contiene otras dos arias de Artaserse—, coronado por una pieza que se cuenta entre las más bellas del período: Cara, la dolce fiamma, de Adriano in Siria (1765), aria da capo de extenso desarrollo. A raíz de aquella grabación en 2009 dijo que descubrió poco a poco un repertorio menos conocido de 1750-1780, entre el fin del Barroco y el comienzo del Clasicismo, y destaca su frescor, originalidad y encanto.
Una palabra final sobre el moderno y amplio centro cultural De Singel (“el canal”), que forma parte de un campus cultural con el Conservatorio y otras instituciones; se empezó a construir en 1964 con proyecto del arquitecto antuerpense Léon Stynen y continuó con sus sucesores, con ampliaciones y reorganizaciones hasta 2010; la ancha y alta Blauwe Zaal o Sala azul —hay una Rote Zaal (Sala roja) algo más pequeña— con sus 940 localidades no es quizá el lugar idóneo para una ‘voz de cámara’ como la de Jaroussky (cierto que no quedó un sitio libre), pero es desde luego un espacio impresionante que admite multitud de usos. Y es de justicia mencionar a su amable y solícito staff, ante todo al jefe de comunicación y publicaciones, Stan Spijkers, y la ilustrativa presentación del concierto a cargo del musicólogo e historiador David Vergauwen. Ya nos falta sólo un disco con este novedoso programa…
A pesar de lo que algunas veces se ha dicho y hemos recordado aquí sobre la relación de la música y la poesía, la música no es ni puede ser sierva de ninguna otra arte. Y de las muchas hadas que lo saben y que la sirven a ella, ninguna como Philippe Jaroussky.
María Condor
(Foto: Simon Fowler)
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