Muere Aquiles Delle Vigne: pianista trascendente, maestro humanista

Aquiles Delle Vigne (1946-2022) tenía una mirada azul, brillante y afilada, con un no sé qué magnético y poderoso. Esa mirada se clavó en el piano desde los primeros años de su vida, hizo de él su instrumento-hermano, su compañero de vida. (“No te casaste conmigo, te casaste con Beethoven”, bromeaba en ocasiones su esposa Chantal). Ganó el primer premio del concurso Albert Williams a los diecisiete años, y aquel fue el inicio de una brillante carrera internacional. Se formó junto a figuras clave del pianismo del siglo pasado, como Eduardo del Pueyo, György Cziffra y, su especialmente querido, Claudio Arrau. Llevó al disco una buena parte del gran repertorio pianístico, entre el que destacan las integrales de las sonatas para piano de Beethoven, los Estudios trascendentales de Liszt o los Preludios de Messiaen.
Fue uno de los maestros de piano más destacados a nivel internacional. Profesor en instituciones como el Mozarteum de Salzburgo o Ecole normale de París, impartió clases magistrales en más de cuarenta países del mundo y entre sus alumnos se forjaron más de 160 premios internacionales.
Así fue como yo le conocí, como maestro, en el año 2007. Lo seguí desde Róterdam (CODARTS Hogeschool voor Der Kunste, en donde acabaría siendo Profesor Honorífico) hasta París (Schola Cantorum) y, de allí, a Coimbra, donde se creó un centro de perfeccionamiento pianístico que lleva su nombre, la Academia Aquiles Delle Vigne. Desde mis vivencias junto a él durante casi siete años como discípula escribo hoy estas palabras.
Delle Vigne se sabía hijo de una estirpe legendaria (Beethoven-Czerny-Liszt-Krause-Arrau), discípulo de una escuela pianística que él vislumbraba condenada a desaparecer y que se fundamentaba en una concepción de la música como misión, y de la interpretación como un acto que llevaba implícita una enorme responsabilidad con el compositor y con la obra musical como obra de arte. Se quejaba de lo que denominaba como el star system y el bussiness, y nos impelía, a los jóvenes, a reaccionar contra la vorágine de la imagen y el lucimiento. Su pianismo era rotundo y concentrado, sin concesiones. Cuestionaba a menudo los caprichos de la inspiración sin reflexión y consideraba al intérprete como un mediador entre el compositor y el público, una figura que debía mantener a raya especialmente al ego.
Cuando la mirada de Aquiles acudía al recuerdo de sus maestros no había nadie tan humilde. Siempre con el respeto de un alumno, nos remitía a lo que ellos pensaban sobre un determinado pasaje o compositor haciendo mención a su grandeza. Recuerdo que, tras alguna réplica un poco osada por mi parte (los ‘veintipocos’ son muy osados), una vez me espetó: “Yo no discutía con mis maestros, estaba demasiado ocupado en aprender de ellos”. Desde entonces siempre me pensé dos veces mis envites como alumna.
Si la mirada de Delle Vigne se clavaba en la partitura, nada en ella estaba escrito a capricho. Detrás de cada frase, había un por qué y una lógica, y era deber del intérprete encontrarla, decodificarla hasta su significado último. Nada era aleatorio o dejado a la inspiración del momento. De las primeras cosas que enseñaba a un alumno era a intentar vislumbrar la arquitectura que había detrás de la obra, el juego de tensiones que hacía que se mantuviera en pie. En cuanto a las dificultades técnicas implícitas en la obra, siempre insistía en que no habían de evitarse con trucos o facilitaciones, sino enfrentarlas, luchar hasta vencerlas. “Mis maestros me enseñaron a no transigir”, dice en uno de sus libros y, ciertamente, lo llevaba a la práctica.
Aquiles Delle Vigne sabía mirar al compositor a los ojos. Él, que era poco dado a hablar de tú, podría haberse tuteado con algunos de ellos (con Beethoven, con Liszt, con Chopin, con Debussy…) porque eran como viejos amigos suyos, figuras sobre las que llevaba reflexionado toda la vida, a fuego lento, fraguando una relación que transmitía a sus alumnos con amor, respeto y responsabilidad.
Su libro, Viaje a la intimidad de un pianista, publicado en italiano, español y francés, deja buen testimonio de esa relación estrecha con la figura del compositor y con el sentido de la obra de arte y es escrito de lectura imprescindible, diría yo, para todo pianista. “Un credo en la Música y en el artista como ser único […] una provocación a los jóvenes frente el letargo”, así define en él algunos de los objetivos que le movieron a su escritura.
Si la mirada del maestro se cruzaba con un alumno era probable que le acabara cambiando la vida. Parece una exageración pero no hay más que acercarse hoy a las redes sociales para ver que, entre los muchos mensajes que lamentan su fallecimiento, se repite, sobre todo, esa cualidad que tenía para transformar a las personas a las que enseñaba.
Era un maestro más allá del piano, maestro de vida, podríamos decir. Empujaba al alumno a buscar la verdad en la música y a encontrarse consigo mismo a base de buscarla: Quién es usted, qué hace aquí, qué va a hacer de su carrera, por qué toca esta obra, qué sabe de Chopin… cuestiones que forzaban a cada alumno a ponerse, sí o sí, en contacto consigo mismo.
A sus clases eran invitados Goethe y Dostoyevski, Kant y Heidegger (“No vengas a preguntarme que ese en qué equipo juega”, bromeaba cuando algún alumno ponía cara de póker al hacer mención a alguno de aquellos invitados). Y es que, para el maestro, el pianista había de tocar “con toda su cultura”. En España dejó una buena legión de discípulos. Muchos de ellos hacen carrera en los escenarios (Menor, Marín, Dombriz, Constantini, Morales… y otros tantos que me dejo en el tintero). Otros continúan su labor, tan necesaria, en las aulas de los conservatorios y escuelas.
La mirada de Aquiles Delle Vigne se apagó en la noche del 19, en su casa de Bruselas. Su esposa me contó que, en aquellos últimos días, aquellos ojos tenían un brillo y una fuerza especial. Aquel azul se acercaba a sus maestros, a sus ídolos a sus referentes de vida. Y nosotros nos quedamos muy vacíos y muy llenos: vacíos porque cuesta aceptar que ya no estará ahí para guiarnos, para estudiar tal o cual obra, para alentarnos a seguir luchando cuando las crisis artísticas arrecian; y muy llenos, por la inmensa fortuna de haber recibido su legado, por haber sido transformados por su mensaje, por sentir la música como una misión que, a base de ejercerse, nos hace crecer más allá de lo artístico, en lo personal y en lo humano.
Descanse en paz, maestro.
(Foto: Eric le Barz)
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