Adriana Lecouvreur: veneno y Antiguo Régimen
Hay una canción popular francesa que han cantado todas las voces antiguas y modernas de la dulce Francia. Es Le roi a fait battre tambour. El rey se encapricha de una marquesa de su corte por encima del parecer del marido, al que nombra mariscal de Francia para que no se enfade en exceso. En Youtube tienen numerosas versiones (Anne Sylvestre, Claire Lecrerc. Edith Piaf, Nana Mouskouri, Guy Béart, Marie Laforet….) Recuerdo siempre la de Yves Montand en un disco entrañable de CBS con canciones populares francesas: Le Roi Renaud, La complainte de Mandrin, Aux marches du palais, Les Canuts, Le soldat mécontent, además esa joya que es Le temps de cerisses. Aquí tienen el enlace las doce canciones de aquel disco de mediados de los años cincuenta del siglo XX.
Parece ser que esta canción, con variantes, no pasó de la cultura popular oral a la escritura hasta el siglo XIX, lo que no es extraño históricamente. Las aproximaciones a estos cantos son muy diferentes, por ejemplo, en la versiones dirigidas por Vincent Dumestre al conjunto Le Poème Harmonique (oír el CD Aux marches du palais, Alpha), con pronunciación a la antigua. Voz y acompañamiento de clave: así se desarrolla el drama en el que la voz ha de desdoblarse en al menos tres personajes: el rey lúbrico que abusa de su poder, el digno marqués que se ha de plegar a la voluntad (capricho, arbitrariedad) del rey en virtud de creencias antiguas sobre legitimidad; y, además, claro, el narrador. Cuando el rey consigue que la marquesa sea su favorita, la reina la envenena con unas flores cuyo aroma despiden veneno. Y así termina la canción:
Le Reine a fait faire un bouquet
De belles fleurs de lys
En la senteur de ce bouquet
A fait mourir la Marquise.
Así es como la Princesa de Bouillon consigue asesinar a Adriana Lecouvreur en la obra teatral y en la ópera de Cilea. Sin duda, se trata de una leyenda, pero había una tradición criminal en la corte y sus cercanías de envenenar a los molestos y rivales. La anécdota de la canción que recordamos se remonta, al parecer, al reinado de Enrique IV, el primer Borbón que ocupó el trono de San Luis. Pero el llamado affaire des poisons, el caso de los venenos, se da en pleno reinado de Luis XIV, el gran lúbrico y depredador, el longevo, el que sin saberlo puso las bases para que guillotinaran a su biznieto. Su favorita, la marquesa de Montespan, se vio encausada en el affaire. Su nieto Luis XV es más famoso por sus amantes que por sus hazañas (Madame de Maintenon, Marquesa de Pompadour, Duchesse du Berry…). Cercana de la muerte de Adrienne Lecouvreur, la verdadera y no la de Cilea, es la muerte por envenenamiento de la hija del marqués de Nesle, Madame de Vintimille, una de las favoritas de Luis XV. Fue una sospecha, tal vez murió simplemente de parto, como por desgracia sucedía tan a menudo. Esto fue en 1738, y Adrienne había muerto en 1730. Seguía vigente en el imaginario de la época la paranoia o simplemente temor a los venenos. La leyenda no hacía más que mantenerse y cambiar de protagonista, en este caso la comédienne, la actriz (en España se decía la cómica, los cómicos) y la Princesa de Bouillon. Las rosas de Scribe et Legouvé se convierten en violetas.
El esquema del melodrama italiano se basa en un cuarteto: la pareja de enamorados (tenor y soprano), la intrigante, enemiga y no siempre rival amorosa (mezzo) y el barítono que se enfrenta al tenor o a su bando. Aquí, el barítono es el bondadoso Michonnet, no un enemigo. Hay teatro dentro del teatro, pero casi siempre entre bastidores. El teatro de la acción estalla en ésta solo en el tercer acto, con el desplante de la soprano en medio de su actuación, que no es teatro, sino recitado de una invitada, insigne comédienne, en una fiesta para miembros de la nobleza.
En el enfrentamiento de ambas del segundo acto (la penumbra impide que se vean las caras, pero quedan las voces, más tarde reconocidas) hay una lucha social, y también teatral, de gran desigualdad. No agradece el gesto de Adriana, ¿para qué, si sin duda es una mujer del pueblo?. El personaje aristocrático, la Princesa, caracterizado por una línea vocal violenta, domina al personaje plebeyo, caracterizado por su inconsistencia de estatus (es aclamada, mas pertenece al pueblo llano, y está excomulgada por principio). No es Elina quien domina a Ermonela; es la lógica de la explosiva situación dramática. El personaje de Adriana es demasiado rico de alma para salir indemne de este enfrentamiento lleno de recelos, en la oscuridad, ante una representante sin fisuras del poder vigente; el personaje de la Princesa de Bouillon está menos diseñado, es menos rico, es más de una pieza.
No creo que sea aplicable el concepto de verismo a Adriana Lecouvreur. Pero me parece preferible no entrar en esa discusión, que siempre es infructuosa. El caso es que Cilea es contemporáneo de Mascagni, casi de la misma edad, y eso es todo. Estamos en 1902, y el horrendo siglo XX no ha empezado de verdad aún. Ahora bien, durante todo el siglo XIX Europa ha vivido lo que se considera una supervivencia del Antiguo régimen, posrevolucionario pero tenaz.
Scribe et Legouvé estrenan su pieza teatral en 1848, todavía quedan cerca el periodo revolucionario y las guerras napoleónicas. Es el año en que cae la monarquía efímera de los Montpensier y se incendia Europa. Colautti y Cilea componen ya a principios del siglo siguiente, pero en una época en la que todavía abundan condes y princesas, por todas partes, por toda Europa, tanto en el reino de Italia de Cilea como en la Francia republicana de Proust. Adriana Lecouvreur, libreto confuso, es un melodrama de celos y pasiones, desde luego, pero sobre todo tenemos un episodio muy “Antiguo régimen”; se basa en la leyenda que hemos visto, la muerte de una actriz que, por serlo, ya está excomulgada, como lo está todo su gremio, y no tendrá derecho a que la entierren en sagrado, sino en un campo perdido, como un perro (ver Le Capitaine Fracasse, de Téophile Gautier). Así lo hará constar Voltaire, admirador, amigo y testigo de la muerte de Adrienne.
Estamos en una sociedad estamental cerrada, no en una sociedad de clases. La rivalidad entre la actriz y la Princesa es desigual. Cilea y Colautti se permiten un diseño incendiario, sin demasiados matices, para la Princesa de Bouillon, dominante; tiene más temor de su marido que de la justicia, le consta su impunidad al asesinar a Adriana mediante el aroma de las violetas criminales, ese idea y vuelta de las violetas desde el primer acto. Pero dibujan con Adriana un personaje complejo, rico en sentimientos, en ideas, en matices. Mientras que esos matices, ya vimos, le faltan al personaje de la Princesa.
El enfrentamiento del acto segundo se produce en penumbra, y las dos mujeres no se ven, solo se oyen; las voces se reconocerán en el acto tercero. Es una lucha social, y también teatral, de una total desigualdad. El personaje aristocrático, la Princesa, está caracterizado por una línea vocal violenta, y domina al personaje plebeyo. Michonnet, el personaje bondadoso, el personaje lúcido, ya se lo advierte: «Incauta !… Noi siam povera gente… Lasciam scherzare i grandi… Non ci si lucra niente ». Lo que suena bastante a aquello de Wozzeck: «Wir, arme Leute». Tiene razón Michonnet, bondadoso aunque director de escena: los del pueblo llano (lo que se llamará el Tercer estado) somos pobre gente que no tiene nada que ganar, deja que los grandes jugueteen. Y en ello pierde Adriana todo: la vida, el amor y, ay, la palabra, la palabra que le regaló Melpómene.
Santiago Martín Bermúdez
(fotos: Javier del Real)