A tu salud, querido Robert (en los ochenta años de Robert von Bahr)
El 15 de agosto se cumplían cincuenta años del primer disco publicado por la firma sueca BIS, esa aventura maravillosa ideada y capitaneada desde entonces y hasta ahora por Robert von Bahr que hoy, día 27, cumple ochenta años. El tiempo ha pasado para él y para todos y Robert puede felicitarse a sí mismo con un catálogo absolutamente maravilloso que hace que los que le conocemos, y los que sólo han oído hablar de él o han visto su nombre en los créditos de sus productos, sepamos valorar lo que su presencia ha significado en el mundo del disco. Desde aquel primer LP grabado en la sinagoga de Estocolmo hasta la última de sus novedades, dos mil setecientas cincuenta grabaciones le contemplan y han hecho de él una de las figuras fundamentales en la historia de la fonografía, alguien dotado de una personalidad arrolladora, imbuido de una pasión única, capaz de soñar pero también de poner en pie proyectos decisivos, desde la integral de las cantatas de Bach por Masaaki Suzuki a la obra completa de Sibelius, pasando por las sinfonías de Schnittke o los Choros y las Bachianas de Villa-Lobos y por tanto repertorio clásico o contemporáneo, con una muy especial atención a los autores nórdicos de nuestro tiempo, creyendo siempre en intérpretes en los que ha depositado su confianza hasta el punto de dar la cara por ellos con una entrega —durante la pandemia duplicó los royalties de sus artistas— que sería imposible encontrar en sellos convencionales, en esos en los que el marketing acaba siendo el filtro definitivo, la razón que acaba devorando a los impulsos del corazón.
Robert ha sido siempre, es y será, el editor por antonomasia, ese que representa la esencia de un oficio hecho de sabiduría y de riesgo, de cálculo y de pálpito. Una especie de gigante en lo suyo, con el que se podía o no estar de acuerdo, pero al que no se podía nunca dejar de admirar porque representaba —y representa— el epítome del amor al trabajo propio. Y ello empezando por unas apariencias que no son sino la manifestación diáfana de una manera de ser. La primera vez que te encontrabas con él sabías que estabas ante un gigante, y no sólo por esa apariencia física absolutamente arrolladora, por esa personalidad propia de quien parecía siempre dispuesto a dar lecciones pero que, en las distancias cortas, escuchaba siempre atentamente. Tenías que ganarte su respeto y, una vez conseguido, sabías que, en el fondo, ese respeto era el mejor elegio que podías recibir de quien tanto sabía del oficio.
Recuerdo cuando nos asustó a todos contándonos que estaba gravemente enfermo. Fue como si la tierra que pisábamos empezara a temblar, como si el mundo sin él no fuera imaginable. Pero esa fuerza de la naturaleza fue capaz de vencer la enfermedad y las dudas que aquel momento pudiera traer consigo. BIS era, como sigue siendo, Robert. Pero Robert estaba por encima de cualquier cosa y, como a veces la vida es justa con quienes saben tratarla, aquel momento de zozobra dio paso a una nueva vitalidad, a un continuar como si nada hubiera pasado. Cada encuentro con él era una celebración, un nuevo estímulo.
Hoy levanto mi copa por ti, querido Robert, por tus ochenta años y por los que vendrán, mientras agradezco a los dioses haberte conocido.
Luis Suñén