A propósito de una ‘Tosca’ pasoliniana

Grandes polémicas ha levantado desde su estreno en La Monnaie de Bruselas la Tosca de Puccini sobre libreto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica en la producción escénica de Rafel R. Villalobos. Tras su exhibición en el Liceo ha recalado en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, donde provocó en algunos momentos las protestas del público, no tanto por el hecho de que pudieran verse escenas de amor y seducción entre varones (a estas alturas eso ya no perturba), sino por la aparente iconoclastia y la introducción en la narración de añadidos, sugerencias y gestos en principio ajenos a la entraña de la música, del libreto y de las intenciones primigenias del compositor y sus libretistas, claras, precisas y tajantes de acuerdo con lo que se deduce de un examen a fondo de la partitura en sus vertientes musical y literaria. En estas líneas vamos a comentar y a criticar la visión de este inteligente regista, un francotirador bien fajado. Solo hablaremos de las circunstancias escénicas, no de las musicales, que fueron irregulares aunque de una razonable altura.
Hemos leído el texto de presentación de Villalobos en el que se vierten juicios y se emplean razonamientos en los que no estamos muy de acuerdo, como el que asevera que “Tosca es la historia de una persona que pierde su fe y que se encuentra a solas con su creencia, médula de su celebérrimo Vissi d’arte”. La actriz y cantante no deja de creer: súplica a su Dios y le pregunta: “¿por qué, Señor, me pagas así?” Se considera injustamente tratada. Es mujer apasionada, celosa, generosa, capaz de cualquier cosa por su amor. Es una fémina que se aparta en cierto modo de las habitualmente creadas por el compositor, tan hábil para la descripción de caracteres más débiles y finos, más sutiles, sufrientes e introvertidos, cualidades propias, con las correspondientes variantes, de Manon, Mimí o Butterfly.
Villalobos, con mucha fantasía, divide los estados emocionales del personaje, que están bien vistos pero que en realidad obedecen a una sola forma de ser, que es inmutable: considera que pasa de un “realismo de cliché en el primer acto a un estado de schock del segundo y una enajenación post-traumática del tercero”. Lo mismo que Scarpia –lo que es lógico en una ópera en la que todo está concentrado y en la que el exceso llega a ser protagonista–, Tosca es una figura desmedida, recubierta también de una forzada y antinatural capa de exageración. Un auténtico papelón, como se dice en el argot teatral, en el mejor de los sentidos, que requiere una voz más spinto que dramática, que sepa, sí, plantar cara violentamente, con frases cercanas a lo declamatorio, a Scarpia y al tiempo deshacerse en las cantilenas con las que muestra su amor a Mario.
El regista establece, por otra parte, un paralelismo entre el segundo acto de Tosca y “el universo sadomasoquista y a la vez increíblemente poético y plástico de Saló o le 120 giornate di Sodoma de Pasolini” –un filme de 1975, el último de su director– basado en la obra escrita en 1785 por el marqués de Sade. Nada hay que nos haga pensar en esa conexión si leemos el libreto, escuchamos la música y estudiamos los comportamientos de los personajes y su realidad operística. Ni por argumento, ni por circunstancia histórica, ni por desarrollo de la trama y su proyección histórica. Tosca sucede en 1800 durante las guerras napoleónicas, con la batalla de Marengo como significativo enclave. Roma es el centro de operaciones.
Cavaradossi es un pintor que defiende las libertades y lucha contra el Estado opresor, pero en realidad es el personaje más endeble dramáticamente de la ópera. Nada hay en él que le haga aproximarse, ni de lejos, a Pasolini. Siguiendo esa visión, Villalobos va mucho más allá a la hora de establecer tan improbable conexión: introduce al propio Pasolini, en un papel lógicamente mudo, en el desarrollo de la acción. Aparece aquí y allí, se mezcla con los protagonistas de la ópera. Y para hacérnoslo todavía más presente, se abre en el desarrollo de la ópera un paréntesis en el que se recrea el encuentro del cineasta con el chapero que lo mató. Hay un beso entre ambos mientras se escucha una canción de moda de la época: la conocida Love in Portofino. Momento en el que gran parte del público asistente al estreno sevillano protestó airadamente. Realmente aquello era un pegote.
La puesta en escena quedó lastrada desde el principio por ese planteamiento tan arriesgado y en el fondo tan escasamente respetuoso; y a la postre tan inane. Para llevar el ascua a su sardina Villalobos establece una especie de acción paralela en la que las obsesiones pasolinianas se hacen continuamente presentes y que alimenta la ópera de Puccini. Lo que alcanza su dimensión más grotesca en el acto segundo, en el que la acción prevista por Puccini y sus libretistas transmuta y se reinventa. En vez de asistir, dados los primeros pasos, al relato del suplicio de Cavaradossi para que confiese sus maniobras políticas y su relación con Angelotti, lo que, de acuerdo con lo establecido, debe hacerse entre bambalinas, con el pintor nunca presente a no ser cuando lo traen a escena, tenemos el interrogatorio en primer plano, lo que acaba por convertirse en una poco creíble secuencia de tortura a la vista de todos.
Por otra parte, cuando, según el original, la escena ha de convertirse en un duelo, en un encuentro entre dos personajes, que dirimen sus diferencias a cuerpo limpio, en un toma y daca espectacular y donde Puccini crea una música extraordinaria, que sigue un código armónico singular y en la que se expresan los pensamientos y se revelan los caracteres, la escena empieza entonces a poblarse de personajes alusivos al mundo de Saló. Las exclamaciones, de un verismo feroz, que el compositor pone en boca de la cantante, las libidinosas propuestas del barón, el tenso diálogo se esfuma y pierde su carácter revelador, con la liberación final tras la muerte del acosador.
Todo eso se diluye y realmente no tiene lugar. En cambio asistimos a un grotesco desfile de jóvenes efebos desnudos, al deambular de una mujer enlutada que empuña una pistola, a las correrías de un niño, a los paseos de un siniestro y jorobado guardián… El verdadero sentido de esa larga y fundamental escena se evapora mientras Scarpia anda de aquí para allá aherrojado, encadenado y martirizado. ¡Quién lo vio y quién lo ve! Encontramos así a un personaje derruido, sin la omnímoda autoridad propia del jefe de la policía romana.
Todo ello hace que tenga poco sentido el desarrollo de una acción varias veces descoyuntada. Uno de los momentos más grandiosos y también reveladores es el Te Deum que cierra el primer acto y en el que el barón muestra sus deseos carnales y su obsesión enfermiza por Tosca. Es un gran logro de la partitura. Puccini utiliza el tema de una de sus antiguas obras religiosas, constituido por dos largas frases en espejo, solemnes, majestuosas. La multitud susurra sus plegarias. Es muy efectivo, y si se quiere, efectista, el contraste entre el cántico religioso y los deseos incontenibles de Scarpia, cuyo canto, casi declamatorio, alcanza su momento más intenso en la exclamación ¡Tosca, me haces olvidar el cielo!
Ese efecto grandguiñolesco se difumina en la visión de Villalobos al tener la ocurrencia de borrar al coro de la escena y situarlo en las partes superiores del anfiteatro de tal modo que Scarpia se queda solo en escena. El choque entre el individuo “que está a lo suyo” y la multitud, la representativa de la Santa Madre Iglesia con el obispo y los deanes a la cabeza de los cantores y los monaguillos (que previamente, en sus correrías por la escena, casi desnuditos, se han ido metiendo mano y besándose con la complicidad del Sacristán, que, por cierto, vuelve a aparecer al final) queda diluido totalmente. El efectismo ha podido a la lógica.
Es raro que Villalobos, que ha venido demostrando repetidamente, incluso en propuestas también discutibles como la de su Così fan tutte de hace unos años en el mismo escenario, una rara inteligencia teatral, se haya desviado hasta ese punto en esta Tosca, que por supuesto no transcurre en 1800 sino en los años de Saló. Todo tiene lugar en un espacio escénico inmutable, con ligeros cambios, en los que tras unos arcos se sitúan bellas y estilizadas pinturas de desnudos realizadas por Santiago Ydánez.
La desaforada fantasía de Villalobos, algo que no se le discute, se muestra asimismo en otros detalles como el de la presencia al final del primer acto de una Tosca tocada de mitra, envuelta en una capa blanca con una gigantesca calavera en la espalda. Una manera un tanto curiosa, puede que original, de anunciar la muerte irremediable.
Arturo Reverter