Picante: sabor y gusto en la historia de la teoría musical

“El semitono endulza y condimenta cualquier canto. Sin él, la melodía se deteriora, se deforma y se vuelve molesta”. Con estas palabras define Philippe de Vitry en su Ars nova (c. 1325) la capacidad expresiva del semitono ante la encrucijada estética que suponía la irrupción de una nueva visión sobre la música, el arte y el mundo. Quizás fueron estas palabras, leídas, desarrolladas y citadas durante los siglos venideros, las que inspiraron el ulterior desarrollo del símil entre música y sabor.
Más de dos siglos después, John Case publicaba de manera anónima su Apologia musices tam vocalis quam instrumentalis et mixtae (Oxford, 1586). En ella, la referencia gastronómica servía a la alabanza de los poderes de la música, a su capacidad para nutrir alma y restablecer el cuerpo: “La música sana a los enfermos, al igual que lo hace el buen manjar: pues, como este, cura el sufrimiento y alimenta el apetito”.
Ya en el Barroco, el gran violinista y compositor italiano Giuseppe Tartini (1692-1770) dedicaba al trino una detallada descripción en su obra teórica, paralelamente al extraordinario desarrollo que brindaba a este recurso en su música para violín. Todo ello corrobora la importancia de este adorno en la música italiana de mediados del siglo XVIII, pues proporcionaba brillantez a la ejecución y resultaba imprescindible como parte de la técnica del instrumentista completo.
Sin embargo, dentro de la acotada libertad que el compositor concede al intérprete para la recreación del discurso musical a través de las técnicas de variación y ornamentación de la melodía, Tartini recomendaba hacer un uso comedido del trino, introduciéndolo en el discurso con una precaución similar a la que se emplea al añadir sal en la comida: “Un exceso o una falta de sal estropean la comida, y no hay que añadir sal a todo lo que se come”.
Este tipo de comparación remite inmediatamente a una cita posterior de Johann Joachim Quantz. Una primera hipótesis sugiere que este autor hubiera tenido acceso al anterior texto y se hubiese inspirado en él al elaborar esta metáfora. Por otra parte, puede pensarse también que se tratara de una comparación habitual, inspirada en textos anteriores e incluso tal vez especialmente popular en la época: los discursos estéticos acerca del ‘buen gusto’ ya sugerían una confusión casi sinestésica de los sentidos.
Quantz reconoce que el uso de adornos corresponde a la buena interpretación, pero critica a los ejecutantes que, por carecer de buen gusto musical, abusan del uso de adornos, y cambian con ellos el sentido y la expresión de la obra: “Hasta el más rico y sabroso manjar nos produce rechazo si nos vemos obligados a comer mucho de él. Lo mismo ocurre con los adornos musicales […] En relación con los adornos, procédase como se haría con las especias en la comida”.
Las alusiones gastronómicas proliferan en los textos musicológicos durante el siglo XIX y un periódico musical publicado en Colonia en 1853 critica el artificio y la falta de naturalidad en la melodía comparándolos con la cayena, cuyo condimento no resultaría accesible al gusto de cualquier paladar.
Dulce, picante, salado: el sabor de la música se expande a lo largo de la tratadística musical y provoca a nuestros sentidos. Con este texto inauguro una serie de colaboraciones con la revista SCHERZO en las que la historia, la teoría o la historiografía musical nos servirán para sazonar un diálogo sobre la música como arte sensorial y reflexivo.
Nieves Pascual León