MADRID / Apabullante Hallenberg, descomunal la Orquesta Barroca de la USAL
Madrid. Auditorio Nacional. 2-VI-2019. Ann Hallenberg, mezzosoprano. Orquesta Barroca de la Universidad de Salamanca. Director y concertino: Pedro Gandía. Obras de D. Scarlatti, Nebra, Haendel, Geminiani y Literes.
Sin lugar a dudas fueron Haendel y Nebra (además de Hasse) los compositores no italianos que a lo largo del siglo XVIII mejor entendieron y mejor música italiana hicieron. El sajón se impregnó de la italianidad en su tempranera estancia en el país transalpino (llegó allí en 1706, con apenas 21 años, y permaneció hasta 1710) y ya no la abandonaría en toda su vida. El aragonés nunca estuvo en Italia (es más, no hay constancia de que jamás saliera de España), pero estuvo fuertemente influenciado por los músicos italianos que, traídos por los reyes Borbones, se asentaron en Madrid (el bilbilitano mantuvo relación directa con Corselli, Falconi o Facco y, como responsable del Archivo de Música de la Capilla Real, conoció la primera mano las partituras de Alessandro Scarlatti, Leo o Sarro que llegaban constantemente a España). Meter a Haendel y a Nebra en un mismo programa de concierto es, desde luego, una idea brillante; mucho más, porque son dos de esos compositores que jamás defraudan.
Sin embargo, la apuesta del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) no estaba exenta de riesgo, el que entrañaba la colaboración de una superestrella del Barroco, Ann Hallenberg, con una orquesta no demasiado baqueteada, como lo es la Barroca de la Universidad de Salamanca, formada en su mayor parte por jóvenes intérpretes salidos de los cursos de música antigua que se imparten periódicamente en la USAL. También resultaba un tanto osado hacer cantar a Hallenberg en español (las piezas de Nebra, claro): la mezzosoprano sueca era la primera vez en su larga carrera que lo hacía y los precedentes de otros cantantes del centro y del norte de Europa peleándose con nuestra lengua no eran para nada halagüeños.
Vayamos por partes: el español de Hallenberg para sí lo quisieran muchas cantantes españolas. Su prosodia resultó admirable, como si hubiera nacido y crecido en el barrio de Chamberí en lugar de haberlo hecho en Västerås. Claro, dirán algunos, habituada a cantar casi siempre en italiano, no tendría por qué encontrar grandes inconvenientes a la hora de hacerlo en español. Pero esas eñes, esas jotas y esas erres son solo propias de nuestro idioma. Y Hallenberg las superó porque es una profesional como la copa de un pino, no por la hipotética afinidades entre el italiano y el español, que, según ella, no es tanta (de “dos amigos peligrosos” los califica).
Por otro lado, la Orquesta Barroca de la USAL estuvo descomunal. Es gente joven, como antes decía, pero al frente de cada sección había gente experimentada y de reconocida solvencia: Sergio Suárez en los primeros violines, Kepa Arteche en los segundos, Ruth Verona en los violonchelos, y Guillermo Peñalver y Laura Quesada en las flautas traveseras, además de Alfonso Sebastián (clave y órgano) y de, por supuesto, Pedro Gandía, en su doble función de director y concertino.
Otra consideración que no podemos obviar: el orgánico de la Orquesta Barroca de la USAL fue de los de ‘antes de la guerra’ (o sea, de los de antes de la crisis económica): once violines, cuatro violas, dos violonchelos y un contrabajo. Nada de ese único y raquítico instrumento por parte al que nos han condenado desde hace años y que tanto perjuicio le está causando a los intérpretes (sobre todo a los de España, donde la crisis parece que ha sido y aún es mayor que en otras partes de Europa) y a la propia música, pues impide que el oyente la perciba como realmente la concibió el compositor, sino más bien desvirtuada en la mayoría de los casos. Debería haber un decreto ley que obligara a los programadores a utilizar siempre orgánicos tan numerosos como este. Y no, no exagero: imaginen, por ejemplo, una sinfonía de Beethoven interpretada en un auditorio de grandes dimensiones solamente con dos violines, una viola, un violonchelo y un contrabajo. Pues esa es precisamente la maldición que pesa a día de hoy sobre la mayor parte de las formaciones historicistas dedicadas al Barroco y al Clasicismo.
La velada se abrió con dos sonatas de Domenico Scarlatti (las K 140 y 98), arregladas para cuerdas por un histórico del movimiento historicista, Win Ten Have (colaborador habitual desde los primeros días de Gustav Leonhardt y uno de los fundadores de la Orquesta del Siglo XVIII), de gran belleza, pero, al mismo tiempo, de enorme dificultad técnica, brillantemente solventadas por la orquesta. A continuación vino el bloque dedicado a Nebra, con dos arias de Amor aumenta el valor (¡Ay, amor! y Más fácil será el viento) y otra de Viento es la dicha de amor (Tórtola que carece). Tras la pausa, una espeluznante Scherza infida de Ariodante, cantada con inaudita hondura por Hallenberg, una frenética Follia de Gemiani (extraordinaria, de nuevo, la orquesta) y otras dos piezas haendelianas: O take, del oratorio Alexander Balus, y Se bramate, de la ópera Serse (ornamentos de los da capi de en ambas a cargo de la propia Hallenberg y de su marido, el musicólogo Holger Schmitt-Hallenberg). Y, ya en pleno paroxismo, dos propinas: la delicadísima Si de rama en rama de la zarzuela de Antonio de Literes Acis y Galatea y la trepidante Dopo notte de la haendeliana Ariodante (con los embellecimientos que hiciera en el da capo en su día Alan Curtis, con el que Hallenberg colaboró tantas y tantas veces hasta su fallecimiento).
(Foto: Elvira Megías – CNDM)