Gewandhaus y Nelsons: perfecta combinación
Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 22 y 23-V-2019. Ibermúsica. XLIX Ciclo Orquestas y Solistas del Mundo. Gewandhausorchester Leipzig. Director. Andris Nelsons. Baiba Skride, violín. Obras de Bruckner, Shostakovich y Chaikovski.
Hace tiempo que me caben pocas dudas de que el letón Andris Nelsons (a unos meses de cumplir los 41 años) se encuentra bien situado en la cima de la siguiente generación de directores de orquesta, la que ha de relevar a los ya muy veteranos, desde Muti a Barenboim pasando por su maestro Jansons. No extraña su éxito fulgurante en Birmingham y tampoco su fichaje fulgurante por la Sinfónica de Boston y la Gewandhaus de Leipzig, con la que ha girado esta semana su tercera visita a Madrid (la primera fue con la Sinfónica de Birmingham en 2015 y la segunda con esta misma Gewandhaus el pasado año, con una Cuarta de Brahms y una Patética de Chaikowski para el recuerdo), como preludio de una gira asiática inmediata. Tampoco extraña el ciclo Beethoven que afrontará el año próximo con la Filarmónica de Viena, poco después de dirigir el Concierto de año nuevo. Como dice el refrán, algo tiene el agua cuando la bendicen, y cuando el calendario de Nelsons tiene citas tan distinguidas… es por algo. El corpulento (por cierto, cada vez más corpulento) maestro letón es un director técnicamente extraordinario, que gobierna con mando seguro, eficaz y clarísimo la nave orquestal, y lo hace sin aspavientos, incluso con la mano izquierda posada a menudo en la barandilla del podio (aunque dudo que lo haga para mantener el equilibrio, como he leído por ahí), porque la batuta, o la mano derecha que prescinde de ella en ocasiones, marca, dibuja, frasea, destaca, acentúa, matiza o demanda con tanta precisión como flexibilidad. Aunque en condiciones normales no se puede apreciar, salvo por el público que puede verle desde las localidades tras la orquesta, su lenguaje corporal, sobre todo en su mirada de penetrante expresión, es tan evidente que hace innecesario cualquier aspaviento exagerado. La orquesta, pareció evidente hace un año y lo ha vuelto a ser ahora, le entiende y responde a la perfección. En el primero de estos dos conciertos, supongo que en un escalón más del ciclo que está interpretando con esta orquesta y grabando para DG, afrontaba la Quinta de Bruckner, colosal edificio sinfónico de creciente complejidad, que empieza de forma atípica en un misterioso, casi religioso Adagio y culmina en esa cúpula grandiosa final donde se dan de la mano motivos de los movimientos previos, en una construcción de tanta complejidad como perfección, incluida la gran fuga y el majestuoso, apabullante coral postrero como una gran cobertura de la combinación de motivos citada. El procedimiento ya lo apuntó Mozart (aunque con motivos del mismo movimiento) en el final de la Jupiter, y luego lo prolongaría Beethoven en su Novena. El mismo Bruckner haría lo propio en el monumental final de su Octava. Pero esta Quinta parece ciertamente comprometida en el catálogo del músico de Ansfelden, porque los contrastes súbitos y sobre todo los cambios de tempo repentinos o progresivos ocurren incluso con más frecuencia que en otras de sus partituras. Por añadidura, quienes han admirado el inimitable Bruckner de Celibidache corren el peligro de infravalorar otras aproximaciones a esta música, y me consta que tal ha ocurrido en esta ocasión a más de uno. Quien esto suscribe, que por supuesto también admira la sonoridad redonda y la apabullante construcción que conseguía el maestro rumano, disfrutó con plenitud de la interpretación intensa, cuidada y grandiosa de Nelsons, cuyo dibujo fue creciendo desde el misterio inicial hasta la apabullante majestuosidad del final, en esa demoledora combinación de motivos (en la que se escuchó todo con cristalina claridad) bajo la cubierta, majestuosa y espeluznante, del coral que tan alto habla de la fe del compositor y corona con inalcanzable grandeza un movimiento de bellísima riqueza contrapuntística. La Gewandhaus volvió a demostrar ser una orquesta de primera, especialmente en una sección de cuerda simplemente extraordinaria, ya desde el estremecedor pianissimo inicial. Brillaron los solistas de flauta y oboe especialmente, pero también el estupendo timbal, capaz de un ppp apenas susurrado en el segundo tiempo. Vibrante el Scherzo, con un manejo magistral de la agógica por parte de Nelsons, y apabullante final, en el que, por encima de deslices puntuales del metal, volvió a destacar una sección de cuerda sensacional. El sonido, por supuesto, no fue, ni probablemente Nelsons lo pretendía, parecido al de Celibidache. Pero tampoco lo era el de Wand, un bruckneriano indiscutible. Magnífica interpretación, de creciente intensidad y grandeza, con sobresaliente respuesta orquestal. El público así lo entendió y la recibió con entusiasmo, destacando Nelsons a cada sección de la centuria, incluida (algo no habitual) la cuerda por grupos.
El segundo programa nos traía en primer término a la violinista Baiba Skride, apenas un poco más joven que su compatriota Nelsons y ganadora del prestigioso Concurso Reina Elizabeth en 2001, para el Primer Concierto de Shostakovich, estrenado en 1955 (una vez muerto Stalin y tras superar las angustias de las purgas del dictador) por un más que ilustre predecesor en el podio de tal concurso: David Oistrakh, uno de los nombres más importantes en la historia del violín del siglo XX. Es fácil adivinar en la partitura de Shostakovich, nacida en la inmediata posguerra (1947-8) el dolor, la oscuridad, el desgarro y, por qué no decirlo, el miedo, ya desde el largo (y especialmente comprometido) Nocturno inicial, música difícil de sostener por su propio carácter estático, por esa mezcla peculiar de sufrimiento, contención y angustia. El Scherzo, y sobre todo la Burlesca final, tienen una más evidente acidez y crudeza, que deben ser adecuadamente destacadas. Algo parecido ocurre en la crecientemente desgarrada y larga cadencia de la Passacaglia, el pasaje donde el solista queda más expuesto en toda la obra. Con estos parámetros, no estoy seguro de que la obra sea la que más conviene a las características de Baiba Skride, que la interpretó con el Stradivarius “Yfrah Neaman” en las manos, en préstamo de la Beare´s International Violin Society. La letona, de técnica notable, aunque no en los niveles de una Hahn que nos visitó recientemente y parece en una división diferente, tiene un sonido bonito pero pequeño, y en muchos momentos de los tres últimos movimientos, adoleció de falta de volumen para el agrio mensaje que la partitura transmite. El primer movimiento fue planteado desde la perspectiva de un pesante misterio más que desde un dolor angustiado, pero, con todo, fue probablemente lo mejor. El resto quedó expuesto con plausible solvencia, pero la crudeza de la que antes hablé pareció un tanto anestesiada. Nelsons acompañó con mimo y atención, y el público recibió con entusiasmo su versión. Hubo regalo, el tercer movimiento, Imitazione delle campane, de la infrecuente Sonata nº 3 en re menor de Johann Paul von Westhoff (1656-1705), uno de los más ilustres representantes de la escuela de violín de Dresde y contemporáneo de Biber, siendo los dos evidentes “precursores” de lo mucho más ambicioso que vendría después, con la obra para violín solo de Bach. La propina tuvo una ejecución de ejemplar limpieza, aunque los historicistas (escúchese la grabación de David Plantier para Zig-Zag) ofrecen alternativas con más nervio y colorido que la relativamente tímida planteada ayer por Skride. Se cerraba la segunda velada con la Quinta de Chaikowski, partitura en la que cabía esperar algo grande tras la estupenda Patética del año pasado y tras la sobresaliente grabación de las tres últimas Sinfonías junto a su anterior orquesta, la Sinfónica de Birmingham. No defraudó el maestro letón, que presentó una vibrante, contrastada y apasionada lectura de la conocidísima partitura. Chaikowski requiere también un fino manejo de la agógica, porque abundan los cambios y éstos no son siempre abruptos, pero sí continuos y de complicada elaboración. Hay que manejar bien el sentimiento sin caer en el sentimentalismo, el almíbar o el amaneramiento, al igual que hay que exponer bien la trepidación y el apasionamiento sin llegar a lo histérico. Pero Nelsons maneja de forma magistral los resortes expresivos, algo muy evidente desde la susurrada introducción de la obra hasta la contundente, llena apertura del tiempo final (con una cuerda, no me cansaré de repetirlo, permanentemente esplendorosa, que también había protagonizado un espeluznante comienzo del segundo tiempo) pasando por el nervio final, grandioso pero no grandilocuente, tras el justo de dimensión, quizá algo contenido, calderón tras el acorde de séptima dominante que, por fortuna, ya no desencadena ovaciones fuera de lugar como antaño. Brillaron especialmente los solistas de oboe y clarinete, más que el fagot (que tuvo algún desliz) y el trompa, muy bien en su matizado dolce con molta espressione del segundo tiempo, aunque su legato podría haber tenido más vuelo. Con los metales en línea con lo apreciado el día anterior, el sombrerazo debe ir nuevamente para una sección de cuerda simplemente excepcional, de perfecto empaste y sonoridad de enorme belleza. Magnífica interpretación y estupenda ejecución para poner el broche de oro a la sobresaliente temporada, otra más, de Ibermúsica, que el año que viene celebrará a todo trapo su medio siglo de presencia en nuestros escenarios.