SAN SEBASTIÁN / La música de Bizet se sobrepone a la escena
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 8-VIII-2024/10-VIII-2024. 85ª Quincena Musical Donostiarra. Rihab Chaieb, Dmytro Popov, Miren Urbieta-Vega, Simón Orfila, Helena Orcoyen, Marifé Nogales, José Miguel Díaz, Aitor Gaaritano, Mikel Zabala, Juan Laborería. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Coro Easo. Dirección musical: José Miguel Pérez-Sierra. Dirección de escena: Emilio López. Bizet, Carmen
El Kursaal donostiarra se encontraba lleno hasta la bandera en el día del estreno de Carmen en esta edición de la Quincena. Si cualquier evento operístico atrae la atención del público del festival, el título elegido en esta ocasión es sinónimo seguro de expectación y afluencia de melómanos.
Carmen es una de las tres óperas más representada del mundo y probablemente también la más popular. Y con razón. “No te creas, no es mi ópera favorita”. “Nooooo, tampoco la mía, ya sabes que yo soy más belcantista” comentaban mano a mano dos señoras muy finas y que presumían de entendidas a la salida del auditorio. “No, señora, mucho mejor Emilia di Liverpool, dónde va a parar”, me dieron ganas de contestarle, con todo el respeto al pobre Donizetti, que trabajó mucho y dio gloriosas páginas al género (que muchas se parecen como una gota de agua a otra, la verdad sea dicha también, porque al hombre no le daba tiempo ni a respirar). Hay que reconocer que Carmen es una ópera única, que no se asemeja a ninguna otra y es difícilmente comparable a cualquier obra de su tiempo. Una auténtica obra maestra en la que todo funciona en lo musical y en lo dramático, sin momentos que decaigan o alargamientos innecesarios. Pero claro, cuesta asumir que, a veces, lo que genera un consenso es realmente excelente. Y a mí, la primera. En un ejercicio de pública humillación, reconozco que en mis años jóvenes, yo también torcía el morro ante cualquier evocación de Carmen, con un esnobismo propio de la edad del pavo, que hubo de rendirse ante la evidencia: en primer lugar, el propio efecto que en mí causaba esta música, por mucho que me empeñara en autohacerme la vista gorda; en segundo lugar, el estudio continuado y profundo, primero por razones musicales y después científicas, que me llevaron a admitir que no sólo Bizet era un genio, sino también los libretistas, Henri Meilhac y Ludovic Halévy. Admitámoslo: cuando los franceses nos quieren, nos componen una música española que es maravillosa, y en el caso de Carmen, ese exotismo reconstruido en parte por el gusto francés del momento -tamizado y conformado en buena parte por los García y por Yradier, el profesor de la que había sido la emperatriz Eugenia, así como por otros exiliados españoles, no lo olvidemos- unido a esa exquisita orquestación de raigambre realmente francesa, da como fruto una música de un sabor y un color únicos. A esto se añade un libreto perfecto, estructurado con una sabiduría largamente entrenada en una colaboración de años, en el que la organización espacio-temporal y la construcción de los personajes atiende con maestría a toda una serie de ámbitos que es ocioso evocar aquí, pero que van desde la pura necesidad teatral y del género de la opéra-comique, hasta la respuesta política y moral a una situación determinada.
La representación en el Kursaal fue buena en lo musical -excelente en algunos aspectos- y sosa y tristona en lo escénico. Para situar a los lectores que lean estas líneas, decir que no se hizo ni la versión original con diálogos hablados, ni la de Ernest Guiraud, con los recitativos orquestados, sino que se prescindió de ambas soluciones, manteniendo únicamente dos breves intercambios entre Don José y Carmen, sin los cuales es difícil comprender el desarrollo de los acontecimientos. Es una opción perfectamente defendible, para empezar porque así nos ahorramos una diatriba musicológica -que, a mi entender, a estas alturas carece de fundamento- y, más importante aún: así el público sale del teatro a una hora en la que aún hay suficientes autobuses para llegar a los respectivos hogares, cosa que suele inquietar sobremanera a la inmensa mayoría de los asistentes.
La dirección musical estuvo a cargo de José Miguel Pérez-Sierra, actual director titular del Teatro de la Zarzuela (donde le hemos visto hacer una labor magnífica desde hace años en muchos títulos) y de gran experiencia en fosos de teatros nacionales e internacionales, con un repertorio realmente variado. Ese saber hacer se tradujo en una versión que podríamos calificar de clásica, en la que se diría que sus objetivos principales fueron la claridad expositiva y el ajuste prefecto entre los componentes de cada número. En cuanto al primer aspecto, el sabor instrumental de la partitura fue bien puesto de relieve, los solos bien dibujados y los planos sonoros estupendamente diferenciados y dirigidos. En cuanto al ajuste de los números, quizá hubo un punto de exceso de control que se tradujo en unos tempi en ocasiones un poco morosos de más. Por ejemplo, el comienzo de la Canción gitana al inicio del Acto II fue excesivamente lenta. Aquello tenía su razón de ser, que era lograr un contraste mayor en ese accelerando continuo hasta el final y que la cosa no se fuera de madre, pero personalmente, prefiero comenzar y terminar de forma más viva. Dicho sea esto como una cuestión de gusto y además, entendiendo las razones que llevan a esta elección. Muy bien el famoso Quinteto (que si resultó un poco gris fue por lo escénico), todo el difícil Acto III y magnífica ambas escenas entre Don José y Carmen. Fue muy de agradecer el exquisito cuidado con las voces, manifestación evidente de su gran oficio. La Orquesta Sinfónica de Euskadi cumplió muy bien su cometido en esta obra que ya han interpretado en muchas ocasiones.
Y vamos con los solistas. Comenzaremos con la triunfadora de la noche, que fue, con toda justicia, Miren Urbieta-Vega. Y diremos que lo fue no por comparación, puesto que los solistas eran todos de altura, sino de forma absoluta. La donostiarra estuvo simplemente magnífica. Ya tenía yo ganas de escuchar a una lírica plena cantar el papel de Micaëla, porque la escritura requiere una voz así, se pongan como se pongan quienes eligen para interpretar a la navarra a sopranos ligeras. Miren Urbieta tiene una voz muy hermosa, de caudal pleno, grande, bien proyectado y redondo que la hace apta para cantar prácticamente cualquier papel de su tesitura y características. Comenzó estupendamente en el primer acto con los soldados y estuvo fenomenal en el dúo con Don José (el empaste con Popov fue realmente bueno), pero donde realmente dio todo de sí y arrancó la ovación de la noche fue en su aria del Acto III, “Je dis que rien en m´épouvante”, uno de los momentos más bellos de la partitura y que esconde dificultades nada visibles pero que la hacen temible, desde la cuestión interválica (pasar de un semitono en el paso de la voz y enganchar con una octava descendente), hasta un agudo con una preparación fonética complicada y en un matiz que lo puede estropear, por ejemplo. Qué voz tan homogénea en todo el registro, qué legato y en definitiva, qué línea de canto tan depurada la de esta soprano. En lo dramático, dibujó una Micaëla no tan frágil como las que solemos ver, sino que destacó más ese rasgo de mujer que cumple su misión y se sobrepone con valentía a una situación realmente incómoda: vuelve a ver al tipo que la ha plantado, en compañía de su amante, en un entorno hostil y rodeada de maleantes y encima, para decirle que su madre está a punto de morirse. Pues qué quieren, no veo a una delicada florecilla con los redaños suficientes para acometer tal empresa. Así que comulgo plenamente con la visión del personaje de Miren Urbieta-Vega, que además hizo gala de una dicción francesa irreprochable. ¡Y era su debut del papel! Brava, bravissima.
La mezzo tunecino-canadiense Rihab Chaieb fue la encargada de encarnar a la gitana, papel que ya ha interpretado en escenarios tan importantes cono el Festival de Glyndebourne, por ejemplo. Con un físico muy adecuado, una rotunda belleza exótica a la que el maquillaje supo sacar todo el partido pensando en el personaje y sobre todo, con una muy bella voz, Chaieb ofreció una Carmen convincente desde todo punto de vista. Compuso una gitana más hastiada que pendenciera, más amiga de sus amigas que perenne rival, en una concepción que se adaptaba muy bien a la idea escénica. Se agradeció su justa medida de descaro y garra, sin algunos excesos que provocan salidas de tono en el estilo musical. Su voz, sin ser pequeña, no tenía el caudal de las de sus compañeros de reparto (qué gusto disfrutar de un reparto así) y quizá por esta razón quiso compensar utilizando a veces en demasía el mecanismo de pecho, que realmente no le hacía falta. Si algo se le puede reprochar es cierta falta de definición en algunos aspectos del personaje y un poco más de homogeneidad en la utilización de sus recursos vocales. Carmen no es una partitura difícil para las mezzos -aunque sea comprometida, por lo conocido- y precisamente por esa razón, hay que trabajarla muy bien desde lo musical, para que el trabajo actoral no acabe por quitar importancia a los detalles del texto. En la escena con Don José en la taberna de Lilas Pastia se echó de menos más implicación en las réplicas en las que se burla del navarro porque ha oído el toque de retreta y tiene que volver al cuartel. Pero, una vez más, la dirección escénica quizá tampoco ayudó. En cambio, estuvo fantástica en toda la escena final (salvo un par de subidas con notas dudosas pero que resolvieron bien), dotando al personaje de una mezcla entre desdén y dejes de ternura por ese títere que es Don José que la hicieron especialmente interesante en este último acto.
El Don José de Dmytro Popov brilló por su voz poderosa y bien proyectada. Defender este personaje a día de hoy no es nada fácil, por las dificultades intrínsecas escritas por Bizet y porque el navarro no resulta simpático por su falta de carácter y su “la maté porque era mía”. Popov representó un Don José un tanto torpe, algo violento, más frágil mental que físicamente, muy acorde con el personaje original de Mérimée. Dominó su papel con seguridad a prueba de bombas y estuvo muy bien en la dificilísima aria de “La fleur”. Incluso esbozó ese diminuendo en la subida final al agudo, que debe acabar en un hilo de voz (“et j´étais une chose à toi”, “y me convertí en algo tuyo”) para mostrar la desaparición de la voluntad de Don José y su entrega absoluta a Carmen y que resulta endemoniado de hacer. La complicidad con Chaieb, con quien acaba de representar esta misma ópera en Glyndebourne fue patente y se agradeció para compensar el vacío escénico. En definitiva, un gran trabajo del ucraniano.
Magnífico estuvo Simón Orfila como Escamillo. El menorquín lleva años demostrando que es un grandísimo profesional y que siempre ofrece actuaciones redondas. Su torero tuvo el punto justo de chulería, de señorío, de caballerosidad y de socarronería sin pasarse en ningún punto. Su famosísima aria estuvo perfecta de estilo, de respiración, de línea, e incluso de lirismo, aspecto que también hay que poner de relieve. Es uno de nuestros cantantes más demandados y aplaudidos y en cada representación demuestra por qué.
Muy bien estuvieron los contrabandistas: la Frasquita de Helena Orcoyen, la Mercedes de Marifé Nogales, el Dancairo de José Manuel Díaz y el Remendado de Aitor Garitano. Perfectos en su cometido musical, destacaremos especialmente la escena previa al aria de Las Cartas de Carmen en el Acto III, donde ambas mujeres juegan a pitonisas y por supuesto, las escenas de conjunto. Repetimos, en lo musical estuvieron francamente bien gracias también a la cuidada dirección de Pérez-Sierra, pero por desgracia les faltó un punto de gracia, de salero y de comicidad, que para eso son los típicos personajes de opéra-comique que ponen el contrapunto humorístico a la trama. Pero efectivamente, querido lector, la escena no ayudó. Un tanto desapercibido pasó el Zúñiga de Mikel Zabala, que estuvo bien pero al que -oh, sí- no se le otorgó el más mínimo juego dramático. Lo mismo podríamos decir del Morales de Juan Laborería: ambos cumplieron bien musicalmente pero quedaron grises escénicamente.
En cuanto al Coro Easo, estuvo muy bien musicalmente en sus intervenciones, tanto ellos como ellas, que solventaron notablemente el complicado coro de la pelea. A esto contribuyó sin duda la precisa dirección de Pérez-Sierra pero también una ausente dirección escénica que, por lo visto, no les pidió que se movieran. Resulta irónico, teniendo en cuenta que Carmen es la primera ópera en que se tiene constancia de que el compositor pidiera actuación como tal a los miembros del coro y tuvo más de un disgusto a cuenta de este fragmento precisamente, en el que es difícil conciliar la exactitud musical con el movimiento escénico. Pero el resultado fue que más que cigarreras sevillanas, parecían las trabajadoras donostiarras de la fábrica de Suchard. Eso sí, la dicción francesa tiene margen de mejora, que además estamos a 20 kms. de la frontera y esto ya lo han cantado y lo volverán a cantar, así que es una inversión de tiempo que vale la pena.
Y vamos con la cuestión escénica, que, como se habrá podido deducir hasta ahora, me pareció algo anodino, banal, inane… La escenografía era fea y sosa: unos palés inmensos hicieron las veces de todo. Esto es algo habitual, los elementos mulitusos que lo mismo son montaña, que plaza de toros, que cuartel general, que nave espacial. Bueno, no tengo nada en contra cuando, además, el presupuesto es muy ajustado, que a veces nos meten lo mismo en teatros que disponen de muchos medios. Pero claro, si eso ha de ser así, habrá que dar un poco de vidilla a la dirección de actores, digo yo. Pues no. ¿Cuándo se ha visto unos soldados que están disfrutando de su rato libre parados en formación? ¿Cuándo unas cigarreras que salen peleadas y que se van a dar de bofetadas en perfecto orden? ¿Por qué la gente que se dirige a la plaza de toros y ve llegar a los toreros está como en una portada románica? Por cierto, que por supuesto, ni cuadrilla de toreros ni nada. Y digo yo que no es una cuestión de presupuesto poner a una coralista con un cesto de naranjas y a un bigardo del coro con unos programas para representar mínimamente lo que dice el libreto y que aquello quede un poco festivo. El Quinteto resultó soso; la escena de las cartas, también; el final con los del coro tras los palés no convenció. Quizá lo mejor fue la escena de la montaña, pero claro, si con todos los efectivos en escena no hay un poco de movimiento, apaga y vámonos, que fue lo que dieron ganas de hacer. Me parece que se pueden admitir muchas cosas, pero una Carmen sosa, no.
¿Y el vestuario? ¿Pero no se situaba en la posguerra? Porque el único que se ajustaba a ese periodo era Escamillo, primero con un traje que realmente parecía Alfredo Mayo en los años 40 del pasado siglo y después con un polo y unos pantalones tipo Serrano Súñer de vacaciones (prohibido el traje de luces, supongo, no vaya a ser que parezca que un torero es un torero). Frasquita, Mercedes y la propia Carmen, como salidas de un guateque de película americana de los 60. Por no hablar de algún coralista con la camisa por fuera del pantalón. No sé, igual habría que hacer una exégesis sobre la idea genial de presentar varios periodos a través de la vestimenta, pero ya empiezo a cansarme de tener que interpretar las ocurrencias ajenas. Muy bien la iluminación, que salvó no pocas escenas y mención para el miembro del coro que interpretó a Lilas Pastia y que vistió con gracia y presencia una taberna que invitaba a cualquier cosa menos a bailar, cantar y divertirse.
Siempre nos quedará Bizet…
Ana García Urcola
(fotos: Quincena Musical | Iñigo Ibáñez)