MADRID / Sobresaliente velada de Uchida y Afkham con la Orquesta Nacional
Madrid. Auditorio Nacional. 1-XII-2023. Concierto sinfónico 9 de la temporada de la OCNE. Solistas: Mitsuko Uchida, piano; Christiane Karg, soprano y Christopher Maltman, barítono. Beethoven: Concierto nº 2 para piano y orquesta en si bemol mayor op. 19. Zemlinsky: Sinfonía lírica op. 18.
Siguiendo los hilos temáticos de “Música poética” y “Sinfonismo crepuscular”, el noveno sinfónico de la Orquesta Nacional, último del año en curso (queda apenas el concierto navideño, una fiesta musical que no forma parte de tal ciclo), centraba su segunda parte en la Sinfonía lírica de Alexander von Zemlinsky, pero antes rendía un último recuerdo y homenaje a la gran Alicia de Larrocha, en el centenario de su nacimiento, con un concierto bien frecuentado por la catalana: el segundo de los de Beethoven.
Segundo que en realidad es primero, si dejamos fuera de la cuenta el ejercicio adolescente del Concierto en mi bemol mayor WoO 4, escrito en 1784 y del que solo nos ha llegado la parte solista, habiendo sido la orquestal objeto de varias reconstrucciones por autores diversos. El Concierto en si bemol mayor op. 19 se empezó a gestar poco después, en 1787, pero no se culminó hasta bastante después, casi una década. Su publicación en 1801, poco después del op. 15, que hoy conocemos como “primero”, explica que el ordinal asignado contradiga la cronología de su génesis.
Partitura, en todo caso, evidentemente posthaydniana y postmozartiana, en la que encontramos a un Beethoven alegre, sonriente y desenfadado, con apenas pequeños ramalazos de temperamento, pero lejos aún de los arrebatos tempestuosos que aparecerían después (el salto entre el carácter de los dos primeros al tercero, en do menor, es muy evidente). La solista de la ocasión era una ilustre veterana, la japonesa naturalizada británica Mitsuko Uchida (Atami, 1948). Discípula de Wilhelm Kempff y Stefan Askenase, Uchida siempre se ha distinguido por una cuidadísima sonoridad y una elegante y fina sensibilidad para el matiz y el fraseo cantable, cualidades que le han llevado a ser especialmente celebrada en la música de Mozart, Schubert y Debussy.
Poco amiga de despliegues energéticos a lo Argerich (la argentina es siempre electrizante, también en su acercamiento a este concierto), Uchida ha logrado en esta madurez, sin embargo, una estupenda combinación en la que, sin renunciar a esa fina sensibilidad y a ese sentido del equilibrio que caracterizan sus acercamientos, consigue presentar unos rasgos más atrevidos y unos contrastes más acentuados. A quien esto firma le resultó eso evidente en la escucha de su registro más reciente del ciclo beethoveniano (con la Filarmónica de Berlín y Rattle, grabado en 2010 pero publicado en 2018), que se alejaba de la relativa contención de su grabación anterior (finales de los 90, con Sanderling).
Por su propia y sonriente naturaleza, antes apuntada, no es el op. 19 el concierto del ciclo donde esa diferencia entre la Uchida de entonces y la de ahora se aprecia mejor, pero pese a ello, sí hubo ejemplos suficientes de ello. La japonesa conserva su cuidadísima sonoridad, finísimos matices y cristalina articulación, y se acerca al allegro con brio inicial con más sonrisa que vibrante arrebato, pero los acentos fueron bien marcados y la cadencia (del propio Beethoven) quedó impecablemente construida y con envidiable energía, y una admirable tensión generada justo antes de la conexión final con la orquesta. Exquisitos matices, con mimada diferenciación dinámica, en el Adagio, cantado de forma estupenda, y con una expresión de gran belleza en el tramo final. Animado, sonriente y con cuidada pero no caprichosa variación en el estribillo, el Rondó final, en el que construyó, además, admirables sorpresas desde los silencios (rasgo muy haydniano) introducidos por Beethoven. Ejecución, a despecho de mínimos roces en la mencionada cadencia y de uno, también minúsculo, en la exposición inicial del estribillo del rondó (pareció escapársele a Uchida un mínimo gesto de cierta rabia con su mano), excelente.
Acompañó Afkham con cierta contención, con menos aristas de lo que acostumbra en otros acercamientos beethovenianos, quizá para no romper el clima apuntado por la solista, con una Nacional que, con una nutrida plantilla de cuerda (10/8/6/5/3), sonó muy bien, pese a algún que otro ataque no plenamente cuadrado con la solista en el Adagio. Éxito muy grande, como no podía ser de otra forma. Uchida, siempre cuidadosa en sus formas, concedió, tras varias salidas, y con gestos evidentes a la orquesta de que iba a tocar algo muy breve, una preciosa pero, en efecto, muy breve propina: la decimoséptima de las escenas del Carnaval op. 9 de Schumann, Aveu, presentada con una delicadeza formidable.
La Sinfonía lírica de Zemlinsky, encuadrada por los nazis en la entarterte musik (música degenerada), por el origen medio judío de su autor, volvía a los atriles de la Nacional cinco años después de que uno de sus modernos y más fervientes apóstoles (junto a Chailly, Albrecht o Maazel), James Conlon, la dirigiera en este mismo ciclo. La obra, firmada a mediados de 1923, guarda, si hemos de hacer caso al propio Zemlinsky, cierta relación con La Canción de la tierra de Mahler, más en la idea de la ligazón poética y de la combinación de dos solistas vocales con una orquesta masiva, que de la estética de la música propiamente dicha. La de Zemlinsky tiene muchos momentos de interés, sin duda, especialmente, al menos para quien esto firma, en los cantos cuarto, sexto y séptimo. Ayudan, qué duda cabe, los textos, siempre hermosos, de Tagore, pero también una música construida con sólida consistencia, compleja en su ejecución y en su planificación por la batuta, especialmente en un primer movimiento de intrincada textura y en el que el barítono debe sobrevivir a la potencia orquestal.
El titular de la Nacional, David Afkahm, conoce bien la partitura y la afronta con indiscutible determinación. El de Friburgo cree con convicción en las bellezas de la obra y su interpretación presentó una construcción tan consistente como sensible, bien consciente, como señala Carmen Noheda en sus oportunas notas, de lo apuntado por el propio Zemlinsky: “La base de la sinfonía se encuentra en el preludio y la primera canción. Todas las demás piezas, a pesar de sus diferencias individuales en el carácter, tempo, etcétera, deben ajustarse al contorno de la primera”.
Afkham, en efecto, dibujó con intensidad el brillante comienzo, pero cuidó con mimo las variadas inflexiones a lo largo de la obra, y ayudó con acierto al barítono Altman, sustituto del anunciado Degout por enfermedad de este, a salvar con notable su contribución en este movimiento inicial. El británico lució una voz bien timbrada, de redonda emisión y presencia más que suficiente, también con finos matices, para poder hacer frente a la contundente orquestación. Con cierto desenfado llegó el segundo movimiento, cantado con elegancia y fina expresión por la soprano Christiane Karg, de voz bien timbrada y precisa, con vibrato relativamente generoso, pero no excesivo.
Estupenda transición la construida desde el podio entre los movimientos segundo y tercero, en el que también manejó Afkham sabiamente las pequeñas pausas de respiración prescritas, y en el que lució también una notable prestación Altman. Delicados y exquisitos matices los que llegaron en el cuarto movimiento, magníficamente expuesto por Karg y dibujado por Afkham, con un pasaje de sugerente atmósfera con el glockenspiel en el fondo. Brillante el quinto, con ágil y pronta respuesta orquestal. El clímax de tensión llegó quizá en un sexto movimiento de gran belleza, con estupendo inicio de las violas y el trombón solista, y un precioso ppp de la soprano sobre las palabras “los sueños no pueden atraparse”. Emotivo, en fin, el triste pero sereno último movimiento, especialmente en el pasaje sobre las palabras “Estate quieto, oh hermoso fin, un momento, y di tus últimas palabras en silencio”. Cuidadísimos matices dibujados por Afkham para un final muy acertadamente evanescente.
Sonó muy bien, empastada y redonda la orquesta, con la cuerda especialmente atinada en el tercer movimiento y los metales en el primero y el quinto. Es obligado destacar el papel de muchos solistas. A la cabeza, los varios solos de la concertino Valerie Steenken (qué acierto el fichaje de esta jovencísima violinista), que dibujó con impecable acierto y precioso sonido sus comprometidos solos en los movimientos segundo, cuarto, sexto y séptimo. Pero hay que destacar igualmente a los solistas de trompeta, Manuel Blanco (rotundo en el inicial pero también exquisito en su ppp del último tiempo), trombón (Juan Carlos Matamoros), flauta (José Sotorres), oboe (Robert Silla), corno inglés (José María Ferrero), viola (Silvina Álvarez), violonchelo (Ángel Luis Quintana), Trompa (Pedro Jorge García) y clarinete (Javier Balaguer), todos ellos, como también Juanjo Guillem en los timbales, con notables contribuciones.
Mantuvo sus manos en alto Afkham al final, y por una vez, no interrumpió el momento de lógico silencio el inevitable impaciente. La ovación, entusiasta, solo estalló cuando el maestro bajó los brazos. El éxito fue grande y bien merecido, para una interpretación sobresaliente de una obra de nada fácil desentrañamiento.
Rafael Ortega Basagoiti