MADRID / ‘Médée’: Un título barroco como no se ha visto en el Teatro Real
Madrid. Teatro Real. 6-VI-2024. Véronique Gens, Reinoud van Mechelen, Ana Vieira Leite, Cyril Costanzo, Marc Mauillon, Emmanuelle de Negri, Lisandro Abadie, Lucía Martín-Cartón et al. Coro y Orquesta de Les Arts Florissants. William Christie, director. M.A. Charpentier: Médée.
De auténtico hito en la historia reciente del Teatro Real se puede calificar el estreno de Médée de Marc-Antoine Charpentier. Aun a riesgo de resultar exagerados –un riesgo menor en el mundo de la crítica, no vamos a engañarnos–, nos atreveríamos a decir que es el mejor espectáculo barroco que se ha podido ver en el coso madrileño en los últimos años, por la calidad de la obra y por la excelencia de la interpretación, en una producción en la que se han puesto los mimbres necesarios e idóneos y sin elementos que desentonen y desequilibren el conjunto. Y todo ello pese a la relativa modestia de la propuesta, con una versión calificada de “semiescenificada” y con tan sólo cuatro funciones.
Para justificar nuestra atrevida aseveración empezaremos por la obra. Médée es la única tragedia lírica de Charpentier, estrenada en 1693 en la Académie Royale de Musique, la institución creada en tiempos de Luis XIV sobre la que Lully ejerció un monopolio en vida y sobre la que planeó su sombra durante muchos años después de su muerte en 1687. De hecho, un autor de tan marcada personalidad como Charpentier, adoptó para esta obra plenamente el molde lullista, con un prólogo a mayor gloria del Rey Sol y cinco actos, cada uno de los cuales –excepto el último– finaliza con un divertissement, trufados de coros y danzas. Las fuerzas también son similares a las empleadas por Lully en sus tragedias líricas: idéntico orgánico en la orquesta, con cuerda a cinco partes y coro a cuatro voces. La tipología de las voces asigna a una soprano (dessus) y a un haute-contre los papeles principales, como era habitual. La inspiración en la tragedia clásica griega, la importancia de la declamación del verso, con una métrica similar a la de los libretos que hizo Quinault para Lully…, todo parece seguir los pasos del florentino naturalizado francés. Y, sin embargo, la ópera fue un fracaso en su estreno, con sólo diez funciones y, lo que es más relevante, desapareció de los escenarios durante casi trescientos años. Jean Claude Malgoire la rescató en 1976 para una interpretación emitida por la radio y luego, en 1984, Michel Corboz y William Christie le dieron nueva vida, éste último llevándola al disco por primera vez (Harmonia Mundi). Christie la volvería a grabar en 1995 (Erato), en un mítico registro llevado a cabo tras las representaciones en el tricentenario de la obra en Estrasburgo, Caen y la Opéra Comique de París, con puesta en escena del recientemente fallecido Jean-Marie Villégier.
En los últimos meses parece que asistimos a un renovado interés por esta obra, pues el sello Alpha ha publicado una excelente versión dirigida por Hervé Niquet (oportuna y certeramente reseñada por Javier Sarría en esta revista) y ha vuelto a ser puesta en escena en la Ópera de París por William Christie (funciones de las que Bruno Serrou también ha dado cuenta aquí) antes de llegar al Teatro Real de la mano del mismo William Christie con su grupo Les Arts Florissants y un elenco vocal parecido al de París.
Así pues, se trata de una obra que sólo ha conocido un relativo reconocimiento en los últimos años, hecho llamativo tratándose de la posiblemente mejor tragédie lyrique anterior a Rameau y una de las cimas de la ópera francesa de todos los tiempos. En la época de su estreno fue atacada por sus “italianismos”, lo cual no deja de resultar injustificado, ya que, aunque Charpentier pasó unos años en Roma estudiando con Carissimi, Médée es una ópera francesa hasta la médula.
Otra de las posibles razones de su fracaso tiene que ver con el personaje central de la obra. No cabe duda de que Medea es un personaje atractivo pero a la vez incómodo. No es la típica maga hechicera como Armida o Alcina sino que es ante todo una mujer, un personaje más humano (los dos primeros actos dejan esto claro), con más relieve, que será también traicionada y abandonada por su amante pero además, y en esto es diferente, será expulsada de la sociedad. Sin embargo, lo que más la separa de las anteriores y lo que la ha convertido en un arquetipo, es que en su venganza llega a realizar uno de los actos más terribles que se puedan concebir: mata a sus propios hijos para terminar de cumplir en ellos la venganza contra la infidelidad de Jasón, perdiendo así su condición humana para convertirse en un monstruo -lo cual ha sido perfectamente revelado en el montaje que nos ocupa como veremos-. El infanticidio priva al espectador de toda la identificación que pudiera sentir por ella hasta entonces, dejándonos suspendidos en el aire con ese elocuente y abrupto desenlace (Charpentier y el libretista Corneille omiten sabiamente el divertissement final), privados de sentido (“Nadie podrá traer alivio”, dice la Medea de Eurípides). La terrible venganza puede parecer desproporcionada pero no olvidemos –la ópera nos lo recuerda al principio– el pequeño detalle de que previamente Medea ha traicionado a su padre y asesinado a su hermano para salvar y fugarse con Jasón (con el dichoso vellocino de oro que ha desencadenado la tragedia y que Medea le ha ayudado a conseguir). Es un personaje de una dimensión desconocida hasta entonces y que a partir del tercer acto fagocita a los demás, rompiendo el equilibrio del drama pero llevando la acción a una intensidad nunca antes vista en la escena lírica barroca. Y es que el infanticidio no era muy compatible con la contención que dictaba el buen gusto francés de la época, aspecto este que debió incomodar al respetable.
Esta molestia se amplificaba si tenemos en cuenta que en la época del estreno todavía estaba reciente en la memoria el affaire des poisons (1677-1682), un escándalo de muertes por envenenamiento en el que se vieron involucrados adivinos, alquimistas, “envenenadores”, proveedores de objetos para rituales mágicos, practicantes de abortos, magos, asistentes y oficiantes de misas negras con sus proveedores de niños, astrólogos y varios miembros de la alta nobleza francesa y de la Corte, incluida Madame de Montespan, amante por entonces del rey, que caerá en desgracia por ello. Parte de lo mejor de la sociedad francesa se había valido de los servicios de gente tan respetable para quitar de en medio a personas cercanas que les resultaban molestas. Todo muy edificante. En el proceso llevado a cabo fueron condenadas a muerte 34 personas, dos murieron mientras eran torturadas para arrancarles la confesión y muchas más fueron desterradas antes de que Luis XIV hiciera cerrar el caso para no dar más publicidad al asunto ante la ola de psicosis colectiva que se estaba generando. El papel central que juega el vestido envenenado que Médéa regala a Créuse y que termina con su vida debió despertar los recuerdos de un episodio que se quería olvidar.
Quizás no fuera oportuno traer a la memoria estos sucesos, pero el libreto tiene una enorme fuerza y está lleno de hallazgos. Su autor, Thomas Corneille, era el hermano menor del gran trágico Pierre Corneille, de quien siguió sus pasos con una fidelidad extraordinaria: como él fue jurista y dramaturgo, se casó con una hermana de su cuñada y ocupó el sillón de académico que Pierre había dejado vacante tras su muerte. Al contrario que sus precedentes literarios –Eurípides, Séneca, el mencionado Pierre Corneille– la acción empieza remontándose a los primeros días de Jasón y Medea en Corinto.
La calidad musical de la partitura es abrumadora, superior a las tragedias líricas de Lully por la variedad de los recitativos, el lirismo de los ariosos y la riqueza armónica y de las texturas contrapuntísticas. Charpentier se tomó muchas más molestias en anotar todo esto y aporta al intérprete mucha más información (instrumentación de los recitativos, ornamentación, combinación espacial de los instrumentos) que las óperas de Lully, en las que –como apuntó Christophe Rousset en una interesante entrevista realizada por Ana García Urcola– no hay mucho donde rascar.
Pues bien, en el Teatro Real esta gema ha sido tallada por las mejores manos posibles. William Christie mantiene un idilio con esta obra que dura ya cuarenta años. Él es, como hemos visto, quien más ha hecho por revalorizarla y es un acierto que haya aterrizado en Madrid de su mano. La versión que pudimos escuchar prescinde del prólogo, lo que se nos antoja más que aceptable. El sentido del prólogo, ahora que no hay necesidad de adular a nadie –obligatoriamente, entiéndase, siempre habrá gente dispuesta a ello con tal de medrar– y estamos exentos del peaje que todo compositor debía pagar en tiempos de Luis XIV, es difícil de justificar más allá del respeto a la integridad de la obra. Pero teniendo en cuenta la duración e intensidad de ésta, en una función es perfectamente prescindible, ya que resulta la parte más convencional y menos interesante de la ópera a todos los efectos. Además, así se consigue que, tras la obertura inicial, nos introduzcamos directamente en la acción dramática.
Christie demostró que sigue en plena forma. Su lectura es seguramente menos vibrante que la que podrían ofrecer hoy por hoy directores como Hervé Niquet, Christophe Rousset o Louis-Noël Bestion de Camboulas, pero conoce la partitura como nadie y la hace brillar. Pese a los morosos tempi de algunos pasajes, siempre hubo tensión y vigor en la interpretación. La música de Médée es de un lirismo destilado, siempre contenido, no hay lugar para las grandes expansiones. Charpentier, como otros grandes compositores franceses –pienso en Fauré o Ravel– cuando consigue emocionar, en un ataque de pudor, parece decir: “basta, no nos dejemos llevar demasiado por las emociones” y no se recrea en esos pasajes. Por ello es importante aprovechar estos momentos y afortunadamente pudimos paladearlos porque Christie da tiempo a que la música respire. Las maravillosas disonancias también quedaron convenientemente resaltadas, con un sonido potente y un continuo de auténtico lujo, en el que hay que resaltar al siempre excelente Thomas Dunford a la tiorba, a la violagambista Myriam Rignol y al clavecinista Florian Carré, realmente imaginativo en cuanto a recursos efectistas. Emmanuel Resche-Caserta, uno de los mejores violinistas de la actualidad –de cuya presencia podremos disfrutar de nuevo, en cuanto terminen las representaciones, en el primer concierto del Festival de Música Antigua de Madrid junto a Tiento Nuovo–, lideró una orquesta en la que se conjuga la juventud con algunos nombres históricos que acompañan a Christie desde sus inicios. El sonido fue suntuoso gracias al generoso número de músicos (desgraciadamente no es habitual poder escuchar una orquesta barroca tan nutrida), con mención especial para toda la sección grave que adquiere un claro protagonismo a partir del tercer acto y que consiguió una paleta de colores de una riqueza extraordinaria, con protagonismo de los fagotes y basses de violon, que transmitieron perfectamente esas sonoridades oscuras que acompañan la acción hacia el fatal desenlace.
La prestación del coro de Les Arts Florissants también fue excelente, tanto en conjunto como en las exigentes intervenciones solistas, especialmente en los expuestos tríos. Recrearon perfectamente todas las atmósferas, desde la jovialidad del divertissement del primer acto hasta el lúgubre lamento por la muerte de Créon en el último, pasando por el grotesco infierno poblado de hiperactivos demonios invocados por Médée para dar inicio a su venganza en el tercer acto.
Véronique Gens fue, junto a William Christie, la gran triunfadora de la noche. Su Médée es antológica. Gens es la personificación de la grand dessus, las cantantes-actrices que interpretaban este tipo de personajes en la Francia de finales del siglo XVII y principios del XVIII. Su bello timbre de soprano lírica plena, con un vibrato controlado –curiosamente más contenido que en la reciente grabación con Niquet– su elegancia y su envidiable presencia escénica otorgan al personaje una enorme dignidad. Aunque estuvo soberbia durante toda la noche, su actuación alcanzó su cénit en los cuatro monólogos del tercer acto: el patético Quel prix de mon amour, el resolutivo C’en est fait, on m’y force, y las siniestras Noires filles du Styx y Dieu du Cocyte et des royaummes sombres, todos ellos moviéndose entre el recitativo acompañado y el arioso.
Reinoud van Mechelen encarnó al débil, oportunista aunque tierno Jason. Carece del timbre aterciopelado y la delicadeza en el fraseo de un Cirylle Dubois, que ha grabado recientemente este papel con Hervé Niquet y que quizás sea el mejor haute-contre de la actualidad, pero posee un volumen, una homogeneidad en el registro, una seguridad y presencia escénica muy apreciables.
Ana Vieira Leite (Créuse) hizo gala de una gran elegancia en el canto y la declamación, un bello timbre en la zona central y demostró que también se siente cómoda en el repertorio francés. Estuvo magnífica en los dúos de los actos segundo, cuarto y final con Jason. Su carrera sigue en ascenso.
Estupendos Cyril Constanzo como el antipático Créon, Marc Mauillon (Oronte), con su peculiar timbre, notable volumen y peculiar registro entre tenor y barítono; Emmanuelle de Negri (Nérine) nos dejó con ganas de escucharla más y fue un lujo contar con Lucía Martín-Cartón (El Amor) y Lisandro Abadie (Arcas) en papeles tan pequeños.
Dejamos para el final el tema de la puesta en escena, que ha corrido a cargo de Marie Lambert-Le Bihan. El montaje se ha anunciado como una versión semiescenificada y, ciertamente, los elementos teatrales son escasos y modestos pero no por ello la producción carece de los aspectos esenciales para hacerla disfrutable. Basta con unos paraguas en el primer divertissement o unos haces de luz en otros momentos de la ópera para dotar de plasticidad y dinamismo a la acción. El juego de luces es suficiente para crear diferentes atmósferas. No hay decorados y el vestuario es discreto pero Lambert-Le Bihan ha llevado a cabo un eficaz trabajo de dirección de los cantantes y del coro, que se mueven por el escenario y actúan con notable soltura y convicción. No están obligados a hacer nada estrafalario, pueden cantar siempre en las mejores condiciones posibles pero al mismo tiempo hay tensión dramática. Es decir, nada que ver con la frialdad y el estatismo de las versiones en concierto y al mismo tiempo se evitan los dislates escénicos como los que pudimos ver sin ir más lejos en la Médée de Cherubini al principio de temporada o los excesos megalómanos que tienen algunos montajes operísticos, ahorrándonos al mismo tiempo el feísmo gratuito, cutre, pueril y la banalidad que frecuentemente asolan las escenas líricas. Es cierto que con más medios se podría conseguir una mayor densidad de la dimensión escénica, tan importante en el Barroco, pero qué quieren que les diga, así nos garantizamos disfrutar plenamente de la música y el canto sin vernos sometidos a los dictados y caprichos de algunos directores de escena. Además, dentro de la falta de ambición y de la contención general, hay notables aciertos en esta propuesta, como el momento en que Médée en el tercer acto decide iniciar su venganza: Gens realiza unos movimientos espasmódicos casi expresionistas que evocan perfectamente el paso de su condición humana al monstruo en que se va a convertir, es decir, la irrupción de lo real, aquello que se impone en toda su crudeza y que no se puede simbolizar, el vació de sentido para el que una interpretación naturalista hubiera estado fuera de lugar.
Si pueden, no dejen de asistir a esta Médée, creo que se hablará de ella durante mucho tiempo.
Imanol Temprano Lecuona
(fotos: Javier del Real)