MADRID / ‘Achille in Sciro’: nunca es tarde si la dicha es buena
Madrid. Teatro Real. 17-II-2023. Corselli: Achille in Sciro. Gabriel Díaz, Francesca Aspromonte, Tim Mead, Sabina Puértolas, Mirco Palazzi, Krystian Adam, Juan Sancho. Coro Titular del Teatro Real. Orquesta Barroca de Sevilla. Director musical: Ivor Bolton. Directora de escena: Mariame Clément.
Nunca es tarde si la dicha es buena. El refrán popular cabe aplicarse aquí por tres motivos. El primero, porque, por fin, ha podido verse y escucharse este gafado Achille in Sciro de Francesco Corselli, cuyo estreno debería haber tenido lugar en marzo de 2020 (se encargaron de impedirlo la covid, el estado de emergencia y el confinamiento). El segundo, porque, por fin, el Teatro Real ha tenido a bien programar una ópera del Barroco español. Y el tercero, porque, por fin, el coliseo madrileño ha producido una ópera barroca escenificada como Dios manda, es decir, con montaje escénico barroco y con orquesta barroca. El resultado, digámoslo sin ambages, ha sido más que satisfactorio en términos generales.
Achille in Sciro se estrenó en el Coliseo del Buen Retiro el 8 de diciembre de 1744, con motivo de la boda por poderes del delfín de Francia (el hijo de Luis XV) con la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe V de España e Isabel de Farnesio. La pobre mujer, que no era nada agraciada, falleció en 1746, con solo 20 años, después de haber dado a luz a su única hija. El matrimonio religioso tendría lugar tres meses más tarde en Versalles y Luis XV, para celebrarlo, encargó una ópera a Jean-Philippe Rameau, Platée. Fue la primera ópera que sonó allí, el 31 de marzo de 1745. Pero, como el palacio no tenía todavía teatro, hubo que improvisar a toda prisa un escenario en las antiguas caballerizas. Y aunque estas se limpiaron a fondo, lo que quedó en la memoria de quienes asistieron al estreno de esta comédie lyrique fue el insoportable hedor que se respiraba, consecuencia de los orines y cagajones de los équidos, así como los ataques incesantes que sufrieron por parte de una miríada de insectos y gusanos.
En Madrid, el espectáculo contó con los fastuosos decorados del arquitecto Giacomo Bonavia, quien, como Corselli, había nacido en Plasencia (o Piacenza, ya que en español parece estar más estandarizado este topónimo en nuestros días). Ambos lo hicieron el mismo año: 1705. Y ambos acabaron sus días en España (Bonavia, en Aranjuez, en 1759 y Corselli, en Madrid, en 1778). Corselli empleó para Achille in Sciro el espléndido libreto que el genial poeta Pietro Metastasio había compuesto para el estreno, en 1736, de una ópera homónima encargada a Antonio Caldara con motivo de los esponsales, en Viena, de otra María Teresa, la hija de Carlos VI de Habsburgo, con Francisco I de Lorena. Fue precisamente Metastasio quien envió una copia de dicho libreto a su “caro gemello”, el castrato Farinelli, a la sazón, director de los teatros de ópera de Madrid y Aranjuez.
En él se cuenta cómo Aquiles es enviado por su madre, la ninfa Tetis, a la isla de Esciros, donde reina Licomedes, para evitar que vaya a la Guerra de Troya y se cumpla así la profecía sobre su muerte en edad joven. En Esciros, Aquiles es tutelado por Nearco, quien decide disfrazarlo de mujer, con el nombre de Pirra, para evitar que alguien pueda reconocerlo. Pero Aquiles se enamora de la princesa Deidamia, hija de Licomedes, y ese amor es correspondido. Para desgracia de ambos, Licomedes ha decidido que su hija se case con el príncipe Teagene. La situación poco a poco se va enrevesando, hasta que el ardid se viene abajo cuando Ulises empieza sospechar que Pirra es, en realidad, Aquiles y le insta a que vaya a luchar contra los troyanos. Le reprocha que no quiera ser héroe y que prefiera pasar sus días en Esciros vestido de mujer. Aquiles duda entre convertirse en héroe o quedarse junto a amada Deidamia, y opta por lo primero. Al enterarse Deidamia, Aquiles culpa de la decisión a la presión a la que le ha sometido Ulises. La historia tiene un final feliz cuando Teagene renuncia a casarse con Deidamia y Licomedes bendice la unión de esta con Aquiles, ya vestido de soldado y listo para embarcar. La ópera finaliza con un coro que ensalza la unión de los lirios rojos y los lirios blancos, es decir, los borbones españoles y los borbones franceses.
Mariame Clément sitúa la escena es una especie de gruta-acantilado, que en el segundo acto aparece decorada con cuatro estatuas de la Grecia clásica (en una, Hércules lucha contra la hidra; en otra, el mismo Hércules aparece travestido junto a su esposa) y que en el tercero muestra al fondo un bajel, ese en el que se supone que Achiles va a partir. Junto a cantantes solistas y coro, aparecen cuatro figurantes que representan al delfín de Francia, a Felipe V, a Isabel de Farnesio y a la infanta casadera. Esta última permanece todo el tiempo sobre el escenario, desde donde contempla lo que sucede en Esciros; unas veces lo hace a través de una jaula de pájaros y otras, de una caja mecánica de juguete con dos muñecos que bailan, y que no son sino Aquiles y Deidamia. Los figurines son de época. O, mejor dicho, de épocas: coro y cantantes lucen vestidos de la Antigua Grecia, mientras que la familia real lleva trajes propios de mediados del siglo XVIII. Todo transcurre con deliciosa normalidad. No hay extravagancias ni groserías en la puesta de Clément, lo cual se agradece. A los cantantes no se les obliga a dar volteretas ni a trepar por las paredes mientras cantan, cosa que también se agradece. Ojalá cundiese el ejemplo de Clément.
En cuanto al apartado vocal, este quedó condicionado por la baja a última hora de Franco Fagioli, quien debía cantar la parte protagónica de Aquiles/Pirra. Fue sustituido por sucover, el contratenor sevillano Gabriel Díaz, que tuvo una actuación absolutamente encomiable, no solo por lo imprevisto de su aparición en escena, sino por asumir (y salir airoso) un papel muy poco adecuado a sus condiciones. En el estreno del Buen Retiro, quien cantó el rol de Aquiles fue una soprano, y Díaz es contralto, por lo que carece de los agudos necesarios para alcanzar notas tan altas. Afrontó siete arias y lo hizo con gusto, técnica, estilo, adecuada proyección y admirable prosodia. Actoralmente, estuvo pletórico. El público se lo reconoció al término de la función con una estruendosa ovación.
La Deidamia de Francesca Aspromonte fue para enmarcar. La soprano calabresa es dueña de una voz deliciosamente melodiosa y todo lo que hace resulta natural. Sus agudos son sencillamente prodigiosos. Canto cinco arias y lució en todas ellas. La soprano aragonesa Sabina Puértolas (Teagene) resultó convincente en sus tres arias, aunque no siempre evitó ese vibrato que la caracteriza y que resulta tan inadecuado en el Barroco. El contratenor inglés Tim Mead (Ulises) estuvo tan soso como en él es costumbre y no destacó ni por lo bueno ni por lo malo, sino por todo lo contrario. Mucho mejor estuvo el tenor polaco Krystian Adam en papel de acólito de Ulises (Arcade). Otro sevillano, el tenor Juan Sancho (Nearco), brilló por sus dotes actorales; su labor canora se redujo a un aria (quizá en el estreno este rol no estuvo adjudicado a un cantante, sino a un actor). Aun así, evidenció unas tablas admirables y un perfecto conocimiento y dominio del estilo. Y el bajo italiano Mirco Palazzi (Licomedes) fue de más a menos, quedando al final bastante diluido.
La Orquesta Barroca de Sevilla ofreció su habitual sonido terso y pulido. Reforzada por un bajo continuo formado íntegramente por extranjeros (los habituales colaboradores de Ivor Bolton cuando dirige ópera barroca), mi impresión es que la OBS se vio obligada a circular en todo momento una marcha por debajo, debido a la dirección plana de Bolton. El croata Bojan Cicic, como concertino, realizó una labor solvente, aunque en el aria con violín del tercer acto pasó más de un apuro. Excelentes los vientos (oboes, trompas y trompetas), que dieron todas en el clavo. Y en cuanto a Bolton, pues más de lo mismo, como ocurre cada vez que dirige ópera barroca: ni está ni se le espera (aun así, hay quienes le siguen considerando un ‘experto’ en este repertorio).
No, no me olvido de la música, que es de altísima calidad, como casi todo de aquel competente compositor que fue Corselli. Seguramente, ninguna de las arias de este Achille in Sciro sean de esas que se califican de‘imprescindibles’ o ‘inolvidables’, pero todas ellas rebosan belleza. A ver si cunde el ejemplo y hay más teatros españoles que se animan programar más títulos de Corselli. Por ejemplo, aquel Farnace que estaba previsto en la Zarzuela en 2001 y que, al final, fue cambiado por otro Farnace, el de Vivaldi (la versión no escenificada que se hizo algunos meses más tarde en el Auditorio Nacional, mejor ni mencionarla).
Eduardo Torrico
(Fotos: Javier del Real / Teatro Real)