La suerte está echada
Lo que alguien, con cierta frivolidad tal vez, pero también con certera exactitud periodística, llamaría época del me too ha rebasado por todas partes a lo que parecía una lenta reflexión salpicada de cierto reconocimiento de errores pretéritos y de meras buenas intenciones futuras en lo que se refiere al papel de las mujeres en el mundo de la música clásica, desde la composición hasta la interpretación y en este último caso con muy especial hincapié en la dirección de orquesta. En el número 351 de Scherzo tratábamos de las directoras de orquesta, un terreno en el que las mujeres van a tener que asumir necesariamente —para ellas y para todos—la responsabilidad de la renovación de un panorama que presenta a una generación saliente y, por ello, también a otra que debe emerger para que el negocio continúe. Una responsabilidad a la que seguramente ayude —o perjudique, pues solo los resultados admiten conclusiones— la aparente necesidad que los administradores de las orquestas tienen de satisfacer a una sociedad que pide, y con razón, igualdad de oportunidades. En algunos casos más que eso, más incluso que las cuotas que tantas veces han dado resultados más aparentemente tranquilizadores que verdaderamente eficaces. Más que lo que se ha llamado discriminación positiva y que ha consistido también en que para empezar a remediar una injusticia histórica no importara caer en lo que podríamos llamar una injusticia provisional por más que necesaria: la revolución como paso previo para el paraíso. Afortunadamente, la sociedad va por delante y aprende rápidamente y la presencia de las mujeres al frente de las mejores orquestas del mundo caerá como fruta madura, colocando por ello, además, a cada una en su sitio, no por ser mujeres sino por ser músicas. Por otra parte, la habitual misoginia de las orquestas habrá de atemperarse cada vez más por el mero hecho de que tanto en sus atriles como en sus puestos de gerencia cada vez serán más las mujeres.
En el terreno de la composición las cosas están igualmente difíciles para hombres y mujeres, para ellas mejor hoy probablemente que en tiempos pasados, en esos en los que —como veremos en los próximos dosieres de Scherzo— los nombres han sido siempre reducidísimos —la sociología de la cultura tiene respuestas tristes pero reales— por más que fueran importantes: Hildegard von Bingen, Barbara Strozzi, Clara Schumann, y poco más. Hoy las cosas van cambiando y los siglos XX y XXI ofrecen una nómina no por todavía ciertamente corta menos importante. Dos ganadoras de los premios Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, Sofia Gubaidulina y Kaija Saariaho lo demuestran desde la cima de la creación contemporánea, que comparten con otras mujeres como la enorme Thea Musgrave, más allá de cualquier comparación con los creadores masculinos, reconocidas las tres como voces indiscutibles de la creación actual.
Debemos esperar, pues, una suma de sentido común —parece cada vez más claro que un mayor liderazgo femenino sería bueno para el mundo en general—, oportunidad de negocio y evidencia de la indudable preparación de las mujeres que se dedican a la música para que las cosas cambien definitivamente, pasado el momento en el que la revancha ya se haya ido templando. Para eso es importante también el convencimiento de los públicos, la salida del tópico del maestro autoritario, del ejecutivo agresivo que fulmina con la mirada a sus músicos, una vez dejado claro que el acoso —que ha existido y seguramente aún existe, aunque más cuidadoso— es una cuestión del pasado, lo suficientemente peligrosa como para no insistir en ella y cuyo fin debe llegar de la educación ciudadana que cualquier director de orquesta masculino, como de hecho cualquier hombre, necesita. No es todavía suficientemente habitual ver a una mujer en el podio, pero lo será. Y las habrá, como los hombres, buenas, malas y regulares, pero no por ser mujeres sino por ser mejores o peores músicos. Más allá de cuotas o de sospechas, la suerte está echada. ¶
(Editorial publicado en el nº 352 de Scherzo, de junio de 2019)
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