Cortázar y Toscanini
Arturo Toscanini regresó al Teatro Colón de Buenos Aires, en junio de 1941, para dirigir su Orquesta Estable. El director italiano, que había sido un asiduo en las temporadas operísticas porteñas, a comienzos de siglo, no había vuelto a dirigir ese conjunto desde 1912. Veintiocho años después, en julio de 1940, Toscanini pasó por el Colón, como parte de una gira con la Orquesta de la NBC por Brasil, Argentina y Uruguay. Escuchó, entonces, una retransmisión radiofónica de Il Trovatore, de Verdi, bajo la dirección de Fritz Busch. Y quedó gratamente impresionado por la calidad de la Orquesta Estable del teatro argentino. Firmó un contrato para dirigir siete conciertos la temporada siguiente, con dos programas diferentes, centrados en la Novena sinfonía, de Beethoven, y el Réquiem, de Verdi, que marcaron sus últimas actuaciones en Sudamérica.
Para la ocasión, Toscanini solicitó recambios puntuales que trajo de su Orquesta de la NBC. Pretendía mejorar la sección de viento, con dos trompas y dos trombones, pero también con una trompeta y un fagot. Exigió, además, que se contratase a Friedelind (“Mausi”) Wagner, nieta del compositor, para cantar en el Coro Estable del Colón. Se trataba de una joven de 21 años, que había renegado de su familia, y que huyó a Suiza, en 1939, tras el estallido de la guerra, con intención de emigrar a Estados Unidos. Toscanini la conoció en Lucerna, ese mismo año, y la acogió como su protegida. No sólo sufragó todos sus gastos, tanto en Suiza e Inglaterra como en Argentina, sino que consiguió para ella un visado que le permitió instalarse en Nueva York; incluso, el director, de 74 años, mantuvo un breve romance con ella, tras sus conciertos en el teatro argentino, según insinúa Harvey Sachs en su reciente biografía, pero todo derivó en una afectuosa relación paternofilial.
Los siete conciertos de Toscanini de 1941 al frente de la Orquesta y el Coro Estable del Teatro Colón fueron memorables para la vida musical porteña. De todos ellos, tan sólo se ha conservado una grabación de la Novena, tomada en directo el 24 de julio. Se trata de una copia en cinta del acetato de la retransmisión radiofónica, grabada por la LS1 Radio Municipal de Buenos Aires, con un sonido muy deficiente y con dos lagunas en el movimiento final de unos tres minutos, que la convierten en una versión incompleta. Así la publicó el sello Music and Arts, en 2003, con una deficiente restauración de Graham Newton. La aparición de los acetatos originales en manos privadas permitió nuevas ediciones, ahora ya completas y con un sonido algo superior, tanto en Guild (2008) como, especialmente, en Pristine Audio (2009), que lanzó una excelente remasterización, firmada por Andrew Rose, con más equilibrio tonal y menos ruido de superficie. Se trata, en todo caso, de la Novena beethoveniana de Toscanini con peor sonido, aunque quizá sea, musicalmente, una de las más electrizantes. Una interpretación con una intensidad descomunal y una energía desatada, casi salvaje, que obtuvo al final una interminable ovación.
Entre el público del Teatro Colón que aclamó al maestro italiano, en aquellos días veraniegos de 1941, se encontraba un joven profesor de literatura, de la Escuela Normal de Chivilcoy, llamado Julio Cortázar. A través de sus cartas, podemos saber que el escritor ya había asistido, en 1940, a los conciertos de Toscanini con la Orquesta de la NBC; en julio de ese año copia un poema escrito como “una fervorosa gratitud al milagro que nos trajo, en horas inolvidables, Arturo Toscanini”. Pero la impresión de su Novena, de 1941, fue muy superior: “Yo, que viajo, ahora tan frecuentemente a Buenos Aires, escucho música hasta donde me es ello posible. No podré olvidar jamás la Novena Sinfonía dirigida por Arturo Toscanini”, confiesa en una carta fechada en Chivilcoy, en julio de ese año. Precisamente, la impresión que le produjo ese concierto inspiró su cuento titulado “Las ménades”, que publicó dentro de su libro Final del juego (1956), y donde pretende convertir un concierto de música clásica en una situación narrativa. Se lo confesó por carta, en 1973, a Antonio Planells:
En la época en que yo iba casi diariamente a los conciertos de Buenos Aires (y de uno de ellos salió el cuento, escrito casi de inmediato) me impresionaba una extraña sensación de amenaza que me parecía advertir en el histérico entusiasmo del público. Esto llegó a su límite cuando Arturo Toscanini dirigió conciertos en el Colón, y llegué a sentir algo muy parecido al miedo. Mi propio entusiasmo, provocado casi siempre por los compositores y no por los intérpretes (que suelen desplazar a los primeros en el ánimo de los oyentes, cosa por lo demás comprensible y muchas veces justa), se sentía como aislado en una especie da jungla de alaridos de la que procuraba alejarme lo antes posible.
En “Las ménades”, el narrador asiste a un concierto especial que supone las bodas de plata del maestro con su orquesta. Actúa, a la vez, como espectador y testigo de lo ocurrido y trata de abstraerse todo lo posible de una multitud cada vez más enfervorecida. Pero todo desemboca en un desorden de proporciones desmesuradas. El catalizador del entusiasmo es, obviamente, una sinfonía de Beethoven: la Quinta en vez de la Novena. La tensión del público, que había ido en aumento durante las obras previas del programa, llega con Beethoven al momento climático. Asistimos a la transformación de la ceremonia social del concierto en una ceremonia ritual. Un sector del público femenino (de ahí el título de “Las ménades”) adopta una actitud salvaje y enajenada, tras la interpretación de la sinfonía de Beethoven. Invaden el escenario, pisoteando los instrumentos, raptan al director, ahora convertido en una representación de Dionisios, y, en su adoración desmedida, lo asfixian, desmembran y practican la antropofagia.
Si ya conocen este magistral relato de Cortázar, ahora podrán escuchar la impactante interpretación de Toscanini que lo inspiró:
Pablo L. Rodríguez