Zgustová: Relato de los acosos
Uno de aquellos procedimientos a los que acude el relato podemos llamarlo el “despliegue de acosos”. Se trata de acosar a Sylva para que se convierta en quien no quiere ser, en lo que abomina de ser, en lo que le asquea ser porque ser eso es inmoral (no ya contrario al patria: inmoral). Siempre son dos personas, dos hombres. Primero, dos nazis. Unos cuantos años más tarde, dos comunistas. Mas he aquí que también su hijo, en el exilio de Estados Unidos, muchísimo después, recibe las visitas y el acoso de una pareja masculina que trata de convertirlo en quien no es, en quien no quiere ser. Habrá quien diga: no me compare usted. No es el humilde autor de estas líneas quien compara; es el propio relato de Zgustová. Tras el acoso de los nazis, Sylva aceptará abrumada, chantajeada, atemorizada por la suerte de su familia; aceptará, en fin, ser ciudadana del Reich; lo que le concede algún privilegio, pero le cuesta primero ostracismo y más tarde represalias, sin por ello haber salvado la vida de su madre ni su padrastro, que era de lo que se trataba. Tras el acoso de los comunistas, accederá con asco y tras mucha resistencia, a afiliarse al Partido Comunista Checoslovaco y a convertirse en teórica o real chivata de su medio profesional; lo hace temerosa de la suerte de su hijo, deseosa de conocer el paradero del padre de éste, Sergei, un ruso que partió a la Unión Soviética contra su voluntad, y empujado por ella. El sentido práctico de Sylva la impelía a que huyeran de Praga. Pero el sentido práctico, como la mentira, tiene la vista muy corta, y Sylva no podía comprender la realidad de la Rusia soviética. Ah, qué prometedora, la Unión Soviética.
Jan se exilia en 1968. En agosto de ese año está en Yugoslavia, y ante la noticia de la invasión de su país por las tropas del Pacto de Varsovia decide exiliarse. Está por ahí la historia con Helena, la violinista, pero eso es una historia en suspenso, paralela a la de su madre con Sergei Ivánovich. Jan tiene habilidades matemáticas. De la música a la matemática hay un pequeño salto, dicen en el relato. Jan dio ese salto muy pronto, y dominó las matemáticas, ya que le impidieron dominar el arte de los sonidos. Profesor e investigador en Estados Unidos, sucumbirá al acoso de los dos enviados por la gran multinacional, pero gracias a la colaboración imprescindible de su esposa… una mujer rusa, hija de viejo funcionario del KGB. Dios mío, cómo se cierran los círculos y se cumplen las simetrías. Es más, a cuan viles usos podemos descender.
Jan es continuidad de Sylva en otros sentidos. Por ejemplo, el exilio. Sylva no conoció el exilio, tan sólo vivió fuera del país cuando su marido, un señor mayor llamado Stamitz y al que ella nunca quiso, se convirtió en embajador en Francia. Sabemos que allí fue musa de los surrealistas, entre otros brillos, pero no se nos demasiado detalle. No importa. De aquel resplandor del periodo de entreguerras pasa a la escasez posterior al suicidio de Stamitz y a la crisis económica de los años treinta. Y allí conoce a Sergei, pintor ruso cuyos relatos de su participación en la guerra civil (junto a rojos y junto a blancos) ponen los pelos de punta. Hay en la vida de Sylva dos amores, el de M. Beau visage y el de Sergei. En la de Jan hay uno, idealizado pero acaso genuino, el de Helena. Y otro prosaico, mas también irresistible, el de Katia, la rusa.
(Continúa)