Zapateros y zapatos
En sus memorias Mi vida. Mi arte, el tenor Nicolai Gedda hace interesantes consideraciones sobre las puestas en escena de las óperas. Teniendo en cuenta que el libro fue editado en 1998, cabe observarlo como el inicio de la actual polémica sobre el tema.
Gedda es partidario de las puestas convencionales – las de Pascal Lamy, por ejemplo – donde los cantantes puede predecir cómo moverse y evolucionar por el escenario. Pero también celebra sus trabajos con John Dexter, quien dialogaba y convenía con los intérpretes cómo imaginar sus personajes y desenvolverlos sobre las tablas.
Mención aparte le merecen los casos, hoy muy frecuentes y no siempre felices, de los puestistas que provienen de otros ámbitos, como pueden serlo el teatro hablado o el cine. En 1965 cantó Faust de Gounod con Georges Prêtre en el podio y Jean-Louis Barrault en el tablado. Barrault resolvió históricamente la puesta manteniendo la acción en la Edad Media gracias a un especialista como el escenógrafo Jacques Dupont, que se inspiró en los cuadros de Breughel. Barrault partió de su inexperiencia en la ópera y convino con músicos y cantantes un guión que fue anotando minuciosamente. Especial agudeza mostró en la escena infernal, donde la partitura, en vez de diseñar un horrible lugar de castigos, describe una suerte de orgía perpetua, encabezada por las cortesanas más eficaces de la historia. El público consideró pornográfica la solución y hubo de suprimirse el episodio. Aún no estaba el horno para esos bollos. Barrault no previno lo que se ve hoy en día.
Experiencia contraria tuvo Gedda con el gran director de cine René Clair, al cual el Met, en su afán de mediatizarse y llenarse de estrellas, contrató para Orfeo y Eurídice de Gluck. Clair se pasaba los ensayos deambulando por el escenario y buscando enfoques como si estuviera por filmar. Los cantantes no sabían qué hacer, el iluminador salvaba los trastos destacando una escenografía inspirada en la pintura decadentista de Gustave Moreau, y Balanchine metía baza con unas danzas convulsas que ponían la guinda al desabrido postre. Al final, Clair dijo a Gedda que hiciese lo que le diera la gana, que para eso era un gran tenor y un experto comediante.
Es evidente que los zapateros deben ocuparse de sus zapatos. A menudo, viendo en qué figurillas se obliga a meterse a los coristas de ópera, que deben ser mimos, bailarines y estatuas vivientes a la vez que han de cantar sin perder disciplina ni ritmo, los espectadores tenemos ganas de mandar a los zapateros a la zapatería. Un intérprete no puede dar lo mejor de sí en el caso de sentirse incómodo en la escena. No puede cantar un aria si, a la vez, ha de moverse como un chirigotero, o hundido en un pozo acústico desde donde no se lo oye bien, o vestido de policía fascista y pedir auxilio para Doña Ana en nombre de Don Octavio. Los zapatos, bien cosidos, bien embetunados y metidos con calzador.