Wiera Gran: una biografía demasiado dolorosa (1)
Antes que nada: si vamos a referirnos a una cantante (Wiera Gran, en este caso), lo mejor es empezar con su voz espléndida. Por ejemplo, en Orchidea, un registro de 1935, según se nos asegura; es decir, de cuando esta artista no había cumplido veinte años.
Y ahora, podemos seguir. O empezar.
Como a tantos y tantos, me gusta mucho El pianista, relato autobiográfico del polaco Wladyslaw Szpilman (“el destino extraordinario de un músico judío en el gueto de Varsovia”), del que se acaba de cumplir el centenario de su nacimiento (5 de diciembre de 1911); así como la memorable película de Polañski, con el insuperable protagonismo de Adrien Brody. Mi entusiasmo me ha llevado a tener en casa tanto el libro como el DVD con el film. (Paréntesis: como siempre, disculpen la ausencia de signos diacríticos, tan importantes en los nombres polacos; mi procesador no puede con ellos; la ñ es lo máximo que puede acercarse a una de las consonantes, que no es exactamente así cuando no es una n).
La publicación del libro de Agata Tuszyñska, La cantante del gueto de Varsovia: Wiera Gran, la acusada (En España, Alianza Editorial), ha provocado en Polonia un
proceso por supuesta difamación de Szpilman, fallecido hace años. En mi opinión, si lees el libro no sacas sobre Szpilman más conclusión que una: que no se portó con Wiera Gran como hubiera debido, pero que acaso no pudo hacer gran cosa más por la presión del momento. Y nada más, porque las locuras que dice un loco no merecen crédito. Y la pobre Wiera, víctima por superviviente de aquella canallada alemana y soviética, apoyada sin duda por auxiliares locales de Polonia, de los propios judíos (como muestra Szpilman en su libro y Polañski en la película), había enloquecido al cabo de los años bajo las sospechas convertidas en certidumbres sobre su “colaboracionismo”. En Polonia se instaló un régimen de terror en el que una potencia extranjera dominaba el país a través de un partido sin arraigo, y un nuevo antisemitismo se unió a la imposibilidad de contar determinadas cosas, que sin embargo muchos sabían: a pesar de que su libro se tituló al principio Muerte de una ciudad (1948), Szpilman no podía referirse a la insurrección de Varsovia en el verano de 1944, aplastada por los alemanes con el consentimiento del Ejército Rojo, tranquilamente detenido en la orilla este del Vístula mientras se producía la masacre (no lo pudo contar Wajda, que contó lo que pudo en Kanal, film de 1957).
La supervivencia se pagó muy cara: eso se deduce de numerosos testimonios en biografías, memorias, documentos de gentes que vivieron en medio del proceso de exterminio que conocemos como la Shoá. Y que formaba parte de un proceso de exterminio más amplio. Los eslavos iban a ser exterminados. Según estudia Hannah Arendt, al final no se habría librado ni el propio pueblo alemán, porque el proyecto racial del Recih era muy “exigente”.
La culpa por sobrevivir se alimenta a veces de la furia contra el que sobrevivió. Unas sospechas, vagos testimonios sin documentar ni probar, rumores, los “se dice que”, “parece ser que”, se acumulan y te hacen literalmente la vida imposible. Sobre todo si no se investiga de verdad qué fue de la persona bajo sospecha o bajo acusación. Consuela más linchar a alguien que comprender que fuimos derrotados y trataron de exterminarnos, y que no hay manera de hacer justicia con aquello. No importa que a Wiera la juzgaran y la absolvieran por ausencia de delito (no ya por falta de pruebas). El juicio espontáneo prosiguió.
(Continúa)