Wagnerianos de café

En 1911 publicó Pío Baroja El árbol de la ciencia, que conocemos hoy por la versión corregida de 1918. Es, junto con Camino de perfección y, tal vez, en menor medida, con Las noches del Buen Retiro y César o nada, una suerte de breviario sobre la educación sentimental de su generación. Aquélla es una historia situada en el Madrid finisecular, entre el mundo universitario y una bohemia cafeteril con anexo del cutre erotismo de las casas de pensión en torno a la España restaurada que se asoma al Desastre Colonial del 98.

No hay demasiada música en la obra. Don Pío era aficionado a las coplas y cuplés de Quinito Valverde, echó una ojeada irónica sobre las funciones de ópera de aquellos tiempos y pasó junto a la afición musical de su familia, sobre todo de su hermana Carmen y su sobrino Julio Caro Baroja, el historiador y antropólogo que heredó tantos rasgos de su tío. No obstante, en una veloz página evoca un ramalazo wagneriano que pasa por los sábados a la noche en el Café del Siglo de la madrileña calle Mayor. Al protagonista, Andrés Hurtado,nada lo atraen las peroratas de los filarmónicos. Los “había muchos, casi todos, mezquinos, mal intencionados, envidiosos”. Uno de ellos, Sañudo, llevaba –nunca mejor dicho– la voz cantante: “(…) no hablaban en el café más que de música; de las óperas del Real y, sobre todo, de Wagner. Para ellos la ciencia, la política, la revolución, España, nada tenía importancia al lado de la música de Wagner. Wagner era el Mesías, Beethoven y Mozart los precursores. Había algunos beethovenianos que no querían aceptar a Wagner, no ya como el Mesías, ni aun siquiera como un continuador digno de sus antecesores, y no hablaban más que de la quinta y la novena, en éxtasis.”

La noticia es escueta, rasante, barojiana, pero indica, sin embargo, un síntoma: la oposición entre la música doctrinaria, henchida de literatura heroica y de filosofía abstracta, y la música “pura”, no rozada por teorías ni sometida a los peligros de puestas en escena riesgosas y carnavalescas como las estivales en los jardines del Buen Retiro. La una lleva a la redención por el arte, que eleva los logros de la ciencia, la decadencia española, el cotorreo sospechoso de los politicantes hacia una verdad trascendente. La otra conduce al éxtasis, a la cesación verbal, a las seducciones de lo infinito y lo imponderable. Dos vertientes del romanticismo, según Baroja lo ve en el recuerdo de aquella humosa juventud tertuliera y elocuente. ¿Romántico don Pío, a pesar de su manera de refunfuñar contra el mundo y espantarse las moscas? Justamente, por eso, sí.

Blas Matamoro

Blas Matamoro (Buenos Aires, 1942), en Madrid desde 1976. Ha publicado 40 libros: novelas, cuentos, ensayos de crítica literaria y musical. Colabora en diversos medios generalistas y especializados.

FacebookInstagramTwitter