Wagner según Tolstoi
En el capítulo V de la séptima parte de Ana Karenina, Tolstoi nos muestra al virtuoso y sensible Levin yendo a un concierto donde se estrenan dos obras fantásticas (quiero decir: obras inventadas por Tolstoi pero desconocidas en el mundo de la música histórica). Una es una fantasía sinfónica sobre Rey Learde Shakespeare y la otra, un cuarteto de cuerdas en memoria de Bach.
Levin se desconcierta durante el concierto, evitando los plumajes y lazos en los sombreros de las señoras y de pie contra una columna del teatro. Le parece que las frases musicales no se desarrollan, que se cortan convirtiéndose en otras frases igualmente inconcluyentes. Adivinamos que Levin espera las nítidas melodías clásicas, con su desarrollo y su resolución. En cambio, se desazona ante esa suerte de wagneriana melodía infinita.
Del wagnerismo se trata y Tolstoi en ¿Qué es el arte? nos ha comunicado su escasa admiración por él, al cual hallaba esnob, aparatoso y ridículo. Levin no llega a tanto pero nos da una clave del desagrado tolstoiano. El personaje comenta con algunos conocidos que le explican cómo debe escuchar esa música programática, siguiendo una suerte de guión literario. Si no, se quedará en ascuas. Para el caso, tiene que conocer el drama de Shakespeare, saber si ahora es Cordelia la que aparece y no cualquiera de sus hermanas.
Levin no se convence. Ve mal que la música haya sido invadida por otras artes, las figurativas visuales y la literatura. Si alguien quiere dibujar un rostro lo peor que puede hacer es componer una música. Justamente, la gracia del arte sonoro es no tener referencias y la sumisión de la música a la palabra y la idea la empobrece, la embrolla y no deja al oyente para que se emocione en libertad.
Creo que Levin y Tolstoi, a pesar o a favor de su rudeza, tienen razón. Si para gozar de la música hacen falta las palabras, una de dos: o falta música o sobre literatura.
Blas Matamoro