Von Karajan, retrato de un divo
En sus memorias Mi vida y mi arte, escritas en colaboración con su mujer Aino Sellermark, Nicolai Gedda ha dejado un vivaz aunque poco halagüeño retrato de Herbert Von Karajan, a quien considera “una diva” (sic). Trabajó bajo su dirección en La flauta mágica, El murciélago, Così fan tutte, el Tedeum de Bruckner y la Missa solemnis de Beethoven. Karajan le propuso el Baco de Ariadna en Naxos de Richard Strauss, que el tenor rechazó por considerarlo inapropiado a su voz. En general, veía en el maestro a un gran director de orquesta, un mal director de escena y un aprovechado conductor de jóvenes cantantes a los que no le importaba demasiado estropearle las voces con errores de repertorio. El citado rechazo mereció el castigo del alejamiento, para bien de ambos.
Don Herbert era un ser impersonal, frío y autoritario, que llegaba a los ensayos, saludaba escuetamente y, terminada la faena, partía sin apenas despedirse, seguramente hacia sus distracciones favoritas: los autos de carrera, los veleros, el esquí, el montañismo. En las fiestas cambiaba breves cortesías y seguía de largo sin conversar con nadie. Tras un concierto con solistas mujeres y varones, felicitaba a ellas y prescindía de ellos. Las voces eran para él como unos instrumentos más, no el sonido de sus prójimos.
Gedda no es un memorialista atrabiliario. Resulta más bien amable con sus colegas y reparte observaciones ponderadas y elogios entusiastas, según los casos. El perfil de Karajan que recuerda quizá sirva como ejemplo del divismo que caracterizó, en su tiempo, a los directores de orquesta. Eran gentes que se tuteaban idealmente con los grandes compositores pero que se aislaban y ensimismaban en sus partituras, como un líder que conduce a unas masas que lo siguen sin esperar su mirada. Era una manera de escucharse a sí mismos, de elevarse sobre la onda sonora para rematarla situándose en su cúspide. A veces en sus grabaciones con partes vocales se nota ese protagonismo sinfónico y esa prescindencia de las velocidades más adecuadas a la respiración de sus compañeros, como si fueran ingenios mecánicos, pianos o violonchelos. Ciertamente, conducir a un complejo musical, a menudo enmarañado, de cosas y organismos, no es fácil, y requiere dotes de Führer. Pero todo en su medida y armoniosamente, como quiere el adagio clásico, ya que la música es, ante todo, armonía.