Vicisitudes del Burlador
A ojo de buen cubero o a oídos de buen melófilo, si se hiciese una encuesta para reunir, digamos, la docena de las principales óperas de la historia, el mozartiano Don Giovanni tendría seguramente uno de los puestos. Con todo, este Burlador no conoció un fácil itinerario. Es cierto que en el romanticismo contó con admiradores ilustres como Hoffmann y Kierkegaard pero dudo mucho de que conocieran unas representaciones hoy soportables, al menos en lo musical. Don Giovanni es una obra con escasos momentos, por no decir ninguno, de virtuosismo y traca al servicio de los divos. Tiene, además, un reparto extenso y sin privilegios para este o aquel papel. Esto explica lo pintoresco de ciertas versiones del Ochocientos, con cortes y añadidos que trataban de hacer lucida una función demasiado exigente para los públicos de la época. Gabriele D´Annunzio asistió a la presentación romana de la ópera, dirigida en 1886 por Franco Faccio. Podemos leer su reseña en Crónicas romanas (Fórcola, Madrid, traducción de Amelia Pérez del Villar). Salvo la serenata acompañada por la mandolina y el final, con sus demonios y sus coros fúnebres, el resto pasó sin pena ni gloria ante una sala enfriada y más bien indiferente. Desde luego, no hubo exhibición de divos. Tampoco, tal vez, demasiado rigor estilístico.
Hoy, tras décadas de estudios y especialismos, el Mozart operista forma parte normal de las temporadas en cualquier teatro del mundo. Las tornas parecen haber girado. Por ejemplo, la Ópera de París acaba de estrenar La Gioconda de Ponchielli, que ha esperado desde 1875 un hueco en sus carteles. Sin duda, los romanos de 1886 la habrían preferido a Don Giovanni. A cambio, la obra maestra mozartiana corre hoy otros graves riesgos y son determinadas puestas en escena que indignan a los habituales y espantan a los novatos porque parecen un elenco de cómicos desorientados que se equivocaron de escenario e intentan representar a Arniches musicado por Serrano en vez de a Da Ponte musicado por Mozart.