Verdad y realidad de la música
Cualquier melófilo es capaz de decir, con completa certeza, que la música es verdadera y real. Su realidad es inmediata porque es sonora, una tangible e indiscutible presencia vibrátil. Su verdad es la de cualquier experiencia poética: dice lo que dice y no hay más vueltas. Qué es lo que dice es lo de menos, porque no se puede ni se debe traducir, pero que es verdad tampoco se discute porque dice lo que es, lo que nos hace ser mientras la escuchamos. Estas incertidumbres tan categóricas se instalan en la polémica musical que agitó el siglo XX.
Esta dialéctica, en un Arnold Schönberg, por ejemplo, tiene una formulación cristalina. La música había divagado – y acertado, por favor – en torno a la categoría, variable pero infalible, de la belleza. La música hubo de ser bella, fuera en la nitidez clásica o en la turbulencia romántica. O, en las manos de Mendelssohn y Brahms, en una síntesis de ambas alternativas. Ahora se trata de otra cosa: la música no debía ser bella sino verdadera. Aunque fuera, en términos tradicionales, inarmónica y hasta fea. Ahí queda eso.
Norman Cazden, en un texto acuciante como Towards a Theory of Realism in Music(1951) apuntó que la música es la realización de todas las experiencias humanas corporizadas en todas las experiencias de las formas musicales. Comento: no tenemos los humanos una verdadera experiencia de nuestra vida si no la organizamos a través de la música. Pero un filósofo, acaso nada melófilo, mas esto es lo de menos, nos exigiría decir en qué consiste esa experiencia.
La posible respuesta schönbergiana, filosófica si cabe la palabra, es que la música, por ser verdadera, no dice la verdad sino que la actúa. La pone en práctica o, para mejor describir, la pone en la escena del concierto o la ópera. La música, por ser tal, es verdadera aunque no sea bella ni fea, que es lo que actualmente no importa. Más de un aficionado, tras una sesión de música contemporánea, podría decir lo mismo, sólo que con un resultado afectivo de entusiasmo o de repulsa. En eso estamos todavía hoy, cuando debemos optar entre John Cage o Beethoven.
Esta deriva parece clara pero sin dejar de resolver en el aire la sempiterna cuestión. Es la expectativa que nos conduce a una sesión musical: ¿la verdad o la belleza? Los maestros de varios siglos nos proponían una síntesis: no hay verdad sin belleza, por más que no acordemos qué fórmula es la bella que nos persuada. ¿Hemos logrado salir del siglo XX o, musicalmente, seguimos viviendo en él, a despecho de la tozuda presencia de los almanaques?
Blas Matamoro