Vamos a la ópera
Con buen criterio, la estructura de una sala cinematográfica ha servido para diseñar la de los modernos teatros de ópera. Todas las localidades son de frente y así cualquier espectador puede ver la representación sin incomodarse. La acústica está científicamente cuidada y nada digamos de los recursos ténicos escénicos. No obstante, al llegar a una de estas construcciones, al menos a mí, me domina cierta desazón. ¿Dónde estamos? ¿En una gran sucursal bancaria, una oficina de correos, acaso todo un ministerio? A menudo no sabemos por dónde entrar, como si el artefacto no estuviera hecho para que nos alojemos en él. La Bastilla de París tiene unas puertas de vaivén, propias de las tabernas del Lejano Oeste, que se nos pegan a las narices apenas nos descuidemos.
Por sencillos que sean, los teatros históricos guardan un encanto al que han renunciado los contemporáneos. En cierto sentido, el punto de lujo y aparato, heredado de la arquitetcura litúrgica, exhibe un gesto de generosidad. Por unos instantes, unas pocas horas, nos instalamos en un palacio, sea cual fuere nuestra condición social. Ciertamente, el dorado de las salas molesta hoy por sus resplandores durante una función, dada la potencia de la luz eléctrica. La öpera de Lyon lo ha resuelto con una sala en negro y un telón áureo que, al correrse, nos deja ante una escena luminosa en un recinto luctuoso.
Pero hay algo más que se ha perdido en estos cambios. La arquitectura de los viejos teatros era acogedora, nos decía: “Me gusta que vengas y que te quedes como si estuvieras en tu casa.” El teatro moderno es, en este sentido, inhóspito. Su mensje sería: “Quédese usted lo menos posible y márchese cuanto antes.” En efecto, nadie se queda encantado de la vida en un pasillo ministerial, ante un mostrador bancario o una ventanilla postal. Cosas de estos tiempos.