Una resonancia
Es curioso observar cómo ciertas figuras verbales han prestado su ayuda a diversos pensadores a lo largo de los siglos y, normalmente, sin que hubiese contacto entre ellos. O bien se trata de problemas que se repiten sin resolverse o de respuestas que, por acertadas, se reiteran con felicidad a través del tiempo. Una de tantas se refiere a la relación entre la música, la palabra y el pensamiento.
Siempre que pensamos, al menos en la tradición occidental, pensamos lo que dicen las palabras. Los griegos mencionaban al logos, los cristianos suelen hacerlo con el Espíritu Santo y hasta representarlo como una palomita luminosa, algo que vuela y alumbra. En el siglo IV, Gregorio de Nisa, en su De opificio hominis, sostiene que lo primario es la razón y que el lenguaje le sirve de instrumento tal como a un músico le sirve un instrumento inevitable y justamente musical: para compartir con los demás sus ideas musicales. Gregorio, según se advierte, no acude a una figura visual como la pintura o la escultura, sino al arte del sonido en el tiempo, a una fluencia sonora que es lo más próximo al lenguaje hablado, a la voz humana.
Mucho después, ya en los umbrales del siglo XX, Henri Bergson en Matière et mémoire, se vale de algo similar. Dice que el pensamiento es un río que fluye sin parar y que lo denominado como idea es sólo un fugaz instante de esa fluencia. Más que la palabra, la que mejor reproduce dicho discurrir, es la música. Aún más: el quehacer de la mente es una orquesta sinfónica y el cerebro, el director que la conduce con el movimiento de sus brazos. Observemos que la acción del director es insonora, en tanto la que suena es la orquesta, que siempre desborda las indicaciones del conductor.
Dos filósofos, a milenio y medio de distancia, han propuesto lo mismo: que debajo de la palabra que sostiene al pensamiento, está la música, con lo que bien podemos concluir – momentáneamente, como sugiere Bergson – que, al pensar hablamos aunque sea en silencio y al hablar aunque sea en silencio cantamos aunque sea en silencio. Tanto, que el eco inquieta a estos dos filósofos haciéndose oír durante mil quinientos años.