Una novedad: La Traviata
Una antigua habitual del teatro Colón de Buenos Aires me dijo hace años: “Usted no se imagina lo que era Claudia Muzio en el cuarto acto de La Traviata. Con ella se moría hasta el último dobladillo de su camisón”. La divina Claudia —así la llamaban sus forofos porteños, como si fuera de la familia— de la cual nos queda apenas un momento de su Violetta, fue una de las grandes “extraviadas”, junto a Rosa Ponselle y, desde luego, María Callas. A todas ellas evoqué, aunque nunca las hubiera visto, al asistir lo que hizo Ermonela Jaho noches pasadas en el Real.
Jaho tiene una voz más delgada que aquéllas, pero su misma verba trágica, donde la perfecta síntesis verdiana entre patética y lírica, ofrece su completo esplendor. Los matices de su gran dúo con el barítono, culminando en el filoso Amami Alfredo, el señorío dominante hecho compasión ante el derrotado Alfredo, la agonía entre las cobijas de la miseria, constituyeron sucesivas obras maestras. Hasta me puse a vociferar bravos para encabezar la ovación de la sala.
La experiencia me sirvió para repasar la memorable faena de Verdi. Tenía ante sí la historia de esa Dama de las Camelias que, en tópica lectura de la novela y el drama de Dumas hijo, es casi una letra de tango: la chica pobre que ignora el amor y, por ello, lo desprecia, se entrega al pecado de la carne venal y paga su culpa con su sacrificio. Verdi la transfigura. Es la mujer que —en la segunda estrofa de su monólogo en el acto primero, lamentablemente suprimida en el caso y a la que Jaho podía haber dado su honda función— confiesa su fantasía de sublime amor, superpuesta a su proclamada ansia de orgías, lujo y francachela. Halla enseguida, en el incauto amor de Alfredo, al hombre que le hará vivir aquella fábula y la humillará para que el sacrificio se vuelva doloroso goce y nuevo episodio de su camino a lo sublime.
Al final, todo se le vuelve tardío. Aceptó la cruel y canallesca ley paterna —prostitúyete ahora que eres joven, de vieja nadie pagará por tus favores— y la enfermedad la aniquila. Ha sido la víctima de la convención social, creyéndose la heroína del melodrama. Lo que Verdi señala no es la magnitud de su entrega sino su carácter de mujer aplastada por la hipocresía de su medio. Claro que la enaltece pero no como culpable sino como hembra explotada por las buenas costumbres.
En este cruce, admirablemente revivido por la música verdiana más allá del tango Dumas, la obra deja de ser un embrollo individual para convertirse en drama social. No casualmente el público del estreno, partidario del implacable señor Germont, se indignó. Tenía razón. Verdi le arrojaba a sus morros el precio de la infamia revestida de honradez. Violetta debía emputecerse para que la hija del honorable señor Germont conservara su castidad. Así La Traviata pasa de ser un folletín de costumbres antañonas a ser una obra remozada por la perenne novedad de las obras maestras. Verdi también tuvo razón al indignar a su público. Su arte, desde luego, se la sigue dando.