Una enfermedad contagiosa
Varios de los grandes innovadores del teatro contemporáneo —Stanislavski, Piscator, Gordon Craig, Antoine— se asomaron al mundo de la ópera. Incluso Sergio Eisenstein, el director de cine que nos ha dejado unos cuantos clásicos mudos y hablados, se midió con el Wagner de La valquiria. Cabe recordar que el siglo XX fue, entre otras cosas, el de una enésima renovación operística y que los estrenos de Weill, Stravinski o Prokofiev exigían nuevas técnicas en cuanto a puestas en escena, acordes con la novedad estética de las partituras. Paralelamente, las escuelas pictóricas de la época, como el cubismo analítico o el expresionismo, aportaron a la plástica escenográfica su propia panoplia renovadora.
Si se hace historia, la cosa viene de lejos porque ya Gluck propuso una reforma del teatro cantado y aun compositores como Wagner y Verdi, muy desconformes con los usos dominantes, hicieron minuciosas y cumplidas propuestas en cuanto a diseño escénico y actuación de los cantantes. Es decir que la innovación en la materia no es, por paradoja, nada nuevo. Tampoco el diálogo de la ópera con modernos medios técnicos como el cine, la radio y la televisión, y así hubo óperas cinematográficas, radiofónicas y televisivas, a la vez que algunos directores iban y venían del plató cinematográfico al tablado operístico: Visconti y Zeffirelli, sin ir más lejos.
En estas décadas asistimos a un fenómeno similar pero de sentido opuesto, que tiene la dinámica de esas enfermedades contagiosas de fácil difusión epidémica, una suerte de gripe aviar de la ópera. Todos los ejemplos recordados partieron de la base de que el puestista amaba y, en consecuencia, respetaba la obra a dirigir. Los griposos de hoy hacen lo contrario: detestan la ópera y, en consecuencia, no la conocen. La consideran un espectáculo rancio y caduco, propio de un museo teatral, indigno de estos tiempos.
Lo del museo no me convence. Que Las Meninas, La ronda nocturna o La Virgen de las rocas cuelguen en las paredes de los museos no las convierten en piezas rancias ni caducas porque resisten y estimulan la admirada visión de cualquiera de nosotros. Tampoco me convence el ataque de las puestas en escena contra las obras, convertidas en batiburrillos indescifrables de ocurrencias y tonterías que, éstas sí, van derecho al Museo Familiar de los Horrores. Con el resultado, doble y nefasto, de que al aficionado lo descolocan porque conoce las obras y no las puede seguir adecuadamente sino que acaba confundido y mareado como, justamente, si lo hubiese alcanzado la gripe aviar; y al novato, enfrentado con todo ese tráfago de insensateces, lo lleva a la convicción de que la ópera es cosa de chiflados y no pisa nunca más un teatro lírico. En fin, que toda epidemia remite, que hay vacunas y cordones sanitarios. Tras la inundación, las aguas vuelven al cauce.